Los dos deslumbraron al público con argumentos diferentes. Por una parte, el estilo artístico del primero, cargado, además, de un sello muy propio y un toreo de cante grande; por otra, la exultante demostración de heterodoxia del segundo, que parecía haber sido arrancado de un cromo de la revista "La Lidia" de los años cuarenta, con un fascinante aroma de torero antiguo.
Desde luego que el toreo más puro –y hasta profundo– lo hizo el toluqueño Osornio, y lo anecdótico lo realizó Ruiz. En medio de ambos conceptos, transitó el devenir de otra novillada muy interesante, cuyo juego de los cinco novillos de Joaquín Aguilar aportó distintos matices, a veces no fáciles de comprender.
Porque sólo el primero, que fue el más completo del hierro titular, y la bondad del quinto, permitieron el lucimiento de sus respectivos espadas, mientras que el remiendo de José Arroyo fue el más serio de una tarde que arrojó muchas cosas para comentar en la tertulia del café.
Fue durante esas dos lidias, la del quinto y el sexto, respectivamente, donde se aglutinaron las mayores emociones, primero con un torero exquisito, como es Osornio, dueño de un sentido del temple y del tempo que ahí está a la vista como un diamante en bruto del que se pueden extraer los mejores brillos.
Y si es verdad que ese quinto novillo tuvo poca fuerza y una gran nobleza, amén de que su trapío desmerecía con el resto del encierro, Osornio lo cuajó a placer, haciendo gala de un toreo lujoso, por sentido y deletreado, sobre todo cuando dejó de lado el amaneramiento de componer la figura y se abandonó en muletazos lentos, dotados de un gran empaque, que provocaron los olés que salen de las entrañas cuando acarició con los vuelos de su muleta cada una de las embestidas de "Pico Fino".
La otra faena y, más que eso, la lidia completa, la ejecutó el hidrocálido de la sexteta, César Ruiz, que en escasos minutos hizo todo lo que había ensayado y agradó a la concurrencia con ese talante del auténtico novillero, hambriento de gloria y "sin miedo a la muerte", como reza el famoso pasodoble de Agustín Lara.
Con un chillante vestido mandarina y oro, que rememoraba la silueta del inolvidable Rodolfo Rodríguez "Pana", y unas medias color lila pálido, además de una ancha e inusual faja floreada, este extravagante de los ruedos demostró que el arte del toreo es provocar una emoción en el público y lo consiguió prácticamente desde los arrebujados faroles de rodillas o las barrocas verónicas con las que recibió a "Cocinero" del hierro del ganadero anfitrión.
A este pirotécnico despliegue de entrega, vino un tercio de banderillas un tanto a la trágala, pero sin apartarse de una forma de ser y de estar en la plaza, alimentada por un desparpajo simpático y hasta rocambolesco, en la tarde de su debut con picadores.
Y aunque en algunos pasajes de la faena no estuvo a la altura de la fijeza, seriedad, y calidad que ofreció en su lidia "Cocinero", a favor suyo hay que anotar que todo cuanto hizo –o intentó hacer–, le salió de manera espontánea y eso fue lo que emocionó a la gente, que disfrutó esas carreritas y brincos; esos ajustados molinetes de rodillas y demás adornos, pero también cuando corrió la mano con sabrosura toreando en redondo. Una estocada ligeramente desprendida, de efectos fulminantes, le granjearon un importante triunfo que ya lo puso en la novillada final, programada el viernes 24 de marzo.
Menos a mal que a dos de los tres novilleros más experimentados del cartel les tocaron los novillos complicados, porque si hubiera sido de otra manera tal vez se estaría hablando de otra cosa. Y la suerte, siempre caprichosa, así dispuso que sucediera.
Sin embargo, sí cabría apuntar que José Alberto Ortega, habiendo toreado bien al ejemplar que abrió plaza, no acabó de estar a la altura de las bondades del novillo. El tlaxcalteca cambió a la mano derecha muy pronto, en vez de haber continuado toreando con la zurda en el comienzo del trasteo, pues ése era el pitón más agradecido de un novillo capacho que tenía una distancia muy precisa para repetir las embestidas, pero que metía la cara con entrega y recorrido.
La faena sí que tuvo instantes de temple y reciedumbre, pero faltó aplicarse más a fondo desde el comienzo, y la gente se quedó con ganas de que se aprovechará mejor la buena condición de un novillo que, por hechuras, cornamenta y pinta (era un tanto mulato), daba la impresión de ser hijo del mismo semental que el quinto, que también tuvo mucha docilidad.
A César Pacheco, que reaparecía de la cornada sufrida en el paladar en "La Florecita", le tocó un novillo deslucido, que topaba y se frenaba o arrollaba, pero eso no fue impedimento para que el zacatecano le buscara las vueltas, se colocara en el sitio y le diera pases de buena factura, gracias a que nunca se aburrió y estuvo valiente y despejado de mente.
Jesús Sosa, que es el más toreado, enfrentó un novillo colorado cuya capa desentonaba con el resto de sus hermanos de camada, y que fue el más exigente de los del hierro de Joaquín Aguilar. A pesar de esta adversidad, el otro tlaxcalteca del cartel trató de aprovecharle las embestidas en los terrenos de adentro, acosándolo, en una faena muy esforzada, pero sin recompensa.
El que no transmitió emoción alguna al tendido fue el corpulento Lázaro Rodríguez, que sorteó un novillo tan noble como soso que se vino a sumar la falta de emoción del de Cadereyta, que se preocupó más por taparle la cara y llevarlo largo que por sentir el toreo. En dicho sentido, su actuación fue la antítesis de la de César Ruiz, un cascabel hecho torero que hoy vino a recodar la importancia de ser auténtico.