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Tauromaquia: De la regiomontana a la poncina

Lunes, 29 Feb 2016    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | Opinión   
La columna en la Jornada de Oriente

Enrique Ponce me produce una ambigua admiración muy parecida a la que alguna vez sentí por Eloy Cavazos. Tan distintos como son entre sí, los une su extraordinaria habilidad para apoderarse de los públicos –de ciertos públicos– hasta conseguir que les profesen ese tipo especial de idolatría que, en sus momentos culminantes, se aparta por completo de lo taurino para invadir el terreno de las alucinaciones colectivas. Mientras otros toreros –digamos, un Fermín Rivera– pueden estar haciendo el toreo más genuino y puro sin apenas conmover a los espectadores, Eloy y Enrique han sabido enloquecer a sus partidarios con sólo desplegar el capote, lanzar la montera al aire o hacer una caravana versallesca el valenciano, o arrojar la muleta a la arena y una pícara sonrisa al tendido el de Monterrey. Ante el toro serán lo que hayan sido, pero para su público, verlos equivale a sentir y palpar la gloria. Que lo de menos sea su toreo demuestra el extraordinario poder de la imaginación cuando la atrapa el carisma de quienes lo poseen. Con toda la demagogia y prosopopeya con que suelen revestirlo para mejor impresionar.

Remembranza cavacista

Los años de mayor esplendor de Eloy Cavazos  décadas del 70 al 90 del siglo pasado , no coincidieron de manera clara con la decadencia de la afición capitalina, por lo que su relación con la Plaza México tuvo sus más y sus menos –de cortar ocho orejas y dos rabos en diciembre de 1971 a su desairadísima encerrona de "despedida" en el 85. Pero si la gran cazuela supo enseñarle las uñas y repudiar la versión más chabacana de su toreo, es indudable que Eloy, dueño de una sólida tauromaquia y una fulmínea espada, desataba con suma facilidad el entusiasmo de los públicos más diversos, y tuvo un arrastre legendario dentro y fuera del país. Y que tanto la México como El Toreo fueron escenario de tardes apoteósicas suyas, como demuestran los ocho rabos cobrados en Insurgentes, más otros dos en Cuatro Caminos, a lo largo de su dilatada trayectoria, marcada por una regularidad en el triunfo que no admite parangón. 

Su faena tipo

El caso es que El pequeño gigante no requería de mucho para alborotar a los públicos, indultar aquí y allá reses de bravura e integridad más que dudosas y, a base de molinetes, veloces tandas derechistas a pies juntos y estocadas a toma y daca, incrementar su impresionante cosecha de apéndices auriculares y caudales, que cuantitativamente debe ser la más impresionante de la historia del toreo. Y todo en perfecta comunión con el público, que, durante sus muchas faenas de triunfo, aguardaba con ansia el momento estelar de la regiomontana, cuando encunado ante el animal, pendulaba la muleta a uno y otro lado por detrás de su cuerpecillo ligero y garboso, con el astado exprimido ya y listo para una más de sus infalibles estocadas, una vez que Eloy, con el público rendido y en éxtasis, hubiese arrojado el engaño a la arena, desafiado a cuerpo limpio a la pasmada res y cambiado el ayudado por la espada de verdad para culminar su obra. Y para que esa faena clon de todas las tardes fuese premiada con los apéndices del caso, que siempre se le hacían pocos a la embriagada multitud.   

El perfume de la elegancia

Lo que conocemos como elegancia en las personas o bien es natural y espontánea, o bien afectada y artificiosa. La de esta última especie, en los toros y en la vida, orientada a encandilar antes que a convencer, deriva con facilidad hacia lo almibarado y cursi. Enrique Ponce lleva más de cinco lustros puliendo esta clase de estilismo de pasarela como vehículo y apoyadura de lo que aquí he llamado toreografía, hasta dar forma a su peculiar modo de ser y hacer, personal y taurino. Claro que, tipo inteligente y observador, sabe dosificarla de acuerdo con las inclinaciones de cada público.

Tal vez en ningún lado, amanerar esa empalagosa gestualidad hasta la exageración le haya rendido mejores frutos que en la Plaza México, cuya fibra sensiblera aprendió a conocer y manipular a fondo a lo largo de casi medio centenar de tardes, bastantes más que ningún otro español y que muchas figuras mexicanas en la historia del coso. Ha cultivado así a esa legión de partidarios que, cada vez que ven su nombre en los carteles, acuden en tropel al coso sin otra intención que celebrar cuanto el ídolo proponga, logre o simplemente insinúe, en espera del momento estelar de la poncina, esa gimnástica sucesión de pases que acuclillado –ventajista pero elegante– reserva el valenciano para el final de sus interminables faenas al post toro de lidia mexicano. Lo admirable es que esa entrega incondicional es algo de lo que ningún antecesor de Ponce en las preferencias de nuestro público hubiera podido ufanarse. Incluidos los grandes ídolos del pasado, sabedores de que la entrega de la afición estaba sujeta a lo que le hicieran al toro, sin las garantías de incondicionalidad de que disfruta el valenciano, encantado de aprovechar la acriticidad ingenua que caracteriza a sus actuales y cuantiosos adoradores en la capital azteca.

Esto se puso de manifiesto una vez más –y quizá con más fuerza que nunca– en el festejo de cierre de la temporada 2015-2016. El azar de la indisposición de uno de sus alternantes le ofreció tres oportunidades de disfrutar del fervor de una plaza entregada de antemano. Siendo objetivos, Enrique estuvo lejos de redondear alguna faena relevante y, sin embargo, la plaza se caía con cada lance, cada muletazo del divo, no importando que los astados de Teófilo Gómez pasaran apuros para completar sus borregunas embestidas tras la imperiosa muleta del valenciano, presto a completarlas con raudos zaragateos sin dejar de componer la figura.

De sus tres faenas, apenas le pudimos apreciar una tanda realmente completa y limpia de cinco pases naturales, a prudente distancia de los pitacos, eso sí, con el cierraplaza que El Payo no pudo matar. Lo demás, es decir, el grueso de sus tres laberínticos trasteos, no pasó de la reiterada práctica del derechazo de la patineta –Páez dixit, ostensiblemente zapatillero, generoso de pico, alejado de los pitones pero buscando la tabla del cuello y el abrazo a los cuartos traseros con su acostumbrada habilidad. 

Molinetes y cambios de mano con caderazo, pases de pecho de ampulosa composición pero irremediablemente periféricos, dosantinas de parecida contextura, todo provocaba explosiones de júbilo, cataratas de aclamaciones, gritos de ¡torero! que, enardecidos hasta el paroxismo con la poncina, parecían no tener fin. Incluso estocadas traseras, caídas o tendenciosas eran ovacionadas con delirio, aunque su escasa efectividad terminó por restarle trofeos, reducidos éstos a la solitaria oreja del cierraplaza "Pariente".

Daba igual, al final los entusiastas se lo llevaron en hombros por la Puerta del Encierro al lado de Hermoso de Mendoza, que a su vez había paseado un rabo tan inconsecuente como protestado, pese a que, guardadas las proporciones, también goza en la México de los favores de abundante parroquia predispuesta al triunfalismo y la ciega idolatría. Además, el navarro sí había alcanzado momentos realmente cumbres, a lomos, sobre todo, de esa delicia equina de pelo azafranado que atiende por "Dalí", aunque antes, a su azabache banderillero lo haya enfrontilado y atropellado a placer el bravo "Tejocote".  

Hipótesis míticas

Desde que existe el toreo, los espectadores –que no el aficionado curtido  y cabal-- son susceptibles de dejarse impresionar y atraer por lidiadores capaces de representar ante sus ojos alguna narrativa de fácil asimilación. En el caso de Eloy Cavazos, el papel entrañable que lo acercaba a la gente era el de niño travieso, con sus ecos de doméstica familiaridad en demanda de simpatía y protección. Una especie de Pulgarcito, risueño retador de gigantes astados. Más relacionada con otros cuentos de hadas, la figura y la gestualidad toreográfica de Enrique Ponce parecen remitir al mito del Príncipe azul, especialmente sensible al público femenino; pero al combinar su impostada gentileza con la reciedumbre del toreo –más supuesta que real hoy día, el apuesto salvador de doncellas, encarnado por el ya maduro torero de Chiva, ha evidenciado igual capacidad para impactar al público masculino, cuyo pueril alborozo seguramente responde a la sensación de que dicho personaje lo representa y duplica en el ruedo. 

Como es natural, para que tales relatos concluyan en final feliz se requieren públicos de mentalidad formada en los edulcorados melodramas de la Casa Disney.  

Colofón

Lo que está claro es que, por una o por otra causa, la Fiesta nunca deja de sorprendernos. Y que, a veces, hasta los toreros más alejados de nuestro gusto y conceptos ofrecen motivos para la reflexión en torno al tema taurino. Que, como lo sabe o intuye cualquier mente despierta, no sólo piensa, trata y habla de cuernos y monteras.


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