Tauromaquia: De banderillas negras y dos libros
Lunes, 21 Ene 2013
Puebla, Pue.
Horacio Reiba | Opinión
La columna de este lunes en La Jornada de Oriente
Tarde borrascosa la del domingo anterior, en la México. Volvieron los toros de regalo a prolongar pueblerinamente la corrida, el rejoneador hispano Leonardo Hernández tuvo una presentación harto dispar y por primera vez en 62 años hubo, en corrida de toros, un manso fue castigado con banderillas negras. Ésta rareza sería el único acierto del muy obsequioso juez Jorge Ramos.
Las viudas
El reglamento en vigor previene el uso, como señal infamante para una ganadería, de banderillas empapeladas en negro, provistas de arpones cuya longitud prácticamente duplica la de los palitroques ordinarios. El zarzo reglamentario está obligado a incluirlas, aunque su empleo queda condicionado a una serie de contingencias que van más allá de la eventual mansedumbre de un toro que haya rehusado acudir a la suerte (más bien desgracia) de varas. Para que se ordenen las negras, tiene que haberse estoqueado antes todos los toros de reserva.
Estos zarcillos fúnebres, también conocidos como viudas en lenguaje popular, sustituyeron en el segundo tercio del siglo pasado a las pavorosas banderillas de fuego, las cuales disponían de un mecanismo de cohetería que se encendía al contacto con el toro y le quemaba la piel para remarcar su mansedumbre. Aunque se presumía que la doble agresión –hierro y fuego– podría extraer algún resto de bravura de animales renuentes a pelear que reglamentariamente no podían ya ser sustituidos, el resultado común eran unas caóticas oleadas por parte del bicho, a cuyo riesgo potencial para los toreros se unía al desagradable olor a carne quemada que se esparcía por el coso. Hacia los años treinta en España, y poco después en México, tales adminículos cayeron en desuso, reemplazados por las banderillas negras en los distintos reglamentos taurinos.
El suceso del domingo anterior es paradigmático: tratándose de toros de obsequio, la sustitución por causa de mansedumbre está desautorizada por el reglamento (a menos, claro, que el obsequiante desee desembolsar el importe de un segundo regalito), y el único recurso alternativo a disposición del juez de plaza son las viudas, tal como Ramos lo ordenara. De pertenecer al lote sorteado, el cárdeno "Dorado", de Jorge María, tendría que haber sido devuelto al corral por su manifiesta mansedumbre –volvió varias veces la cara al caballo, y cuando se vio acorralado por el picador salía huyendo en estampida nada más sentir el hierro.
A Arturo Macías no le quedó otra que apechugar. Y lo hizo con la misma férrea voluntad de agradar que ya había expuesto en los dos anteriores. Su insistencia tuvo premio: logró contener la continua huída de "Dorado", cercarlo en tablas y hasta conseguir que siguiera su muleta en varias tandas en redondo, necesariamente discontinuas y desiguales, todas sobre el pitón derecho. El manso carecía de malicia, pero la voluntad del diestro y su valor para intentar lo que en principio se antojaba improbable –que semejante buey obedeciera, aunque a regañadientes, la incitación del engaño– cayó bien a la gente, que tras el entregado volapié pidió y obtuvo una oreja para el torero de Aguascalientes.
Una legítima y dos forzadas
Joselito Adame, sin necesidad de obsequios, simplemente arrimándose a su lote de Lebrija y forzando la máquina ante el incierto "Ribereño", paseó, entre opiniones divididas, la oreja de éste agresivo sexto, al que supo desengañar primero y templar mandonamente con la derecha después. Pinchó arriba y luego le metió media estocada, de ahí las protestas de los menos.
Debutaba el rejoneador español Leonardo Hernández hijo, y lo hizo de contradictoria manera. Véase si no: su mejor faena, realmente redonda y emotiva a no ser por sus reiterados fallas al matar, la logró con el magnífico abreplaza de Fernando de la Mora.
También fue bueno el cuatro, "Patas Blancas", de la misma vacada queretana; con él, Leonardo anduvo más precipitado y desigual, aunque lograse encender el tendido al ligar cuatro giros en la misma cara a lomos del castaño lusitano "Templario", todo ello emborronado con el mal uso del verduguillo. Y por último, con el obsequiado "Filibustero", un cardenito vareado y feo de Marrón, bastante menos propicio que los de De la Mora, estuvo simplemente empeñoso y trabajador.
Lo había recibido con un horroroso rejonazo en la paletilla y tampoco resultó muy ortodoxa la colocación del rejón de muerte. Ya la oreja sonaba forzadita, pero la retadora actitud del extremeño, encarado al palco hasta que el tibio Ramos no sacó el segundo pañuelo, resulta reprobable y grotesca. Denota imperdonable falta de respeto a la primera plaza de América, a la investidura del juez y por supuesto al público capitalino, que protestó con fuerza los apéndices sin conseguir intimidar al debutante, que los lució muy orondo a lo largo de la discutible vuelta al ruedo.
A eso se reduce lo reseñable de una corrida en que la única bravura la aportaron las reses de Fernando de la Mora para el rejoneador, y en la cual Jorge Ramos volvió a exhibir su incompetencia como juez d eplaza, ante algo menos de un tercio de entrada.
Antecedentes
La única evidencia que tengo a la mano sobre un toro castigado con banderillas negras en la Plaza México en corrida de toros data del 4 de marzo de 1951: el encierro de Coaxamalucan resultó de tal manera desastroso que, una vez devueltos al corral dos mansos perdidos (4o. y 4o. bis), y no siendo reglamentariamente posible que siguiera idéntico camino el quinto, no menos buey que los defenestrados, el juez Lázaro Martínez procedió a ordenar la colocación de banderillas negras, cumplida con los apuros consiguientes por la cuadrilla del madrileño Paco Muñoz, quien acaba de confirmar su alternativa de manos de Antonio Velázquez con "Tlaxcalteca", de la misma divisa tabaco y rojo. El burel infamado con las viudas se llamaba "Rifeño", y el tercer espada en tan aciaga ocasión fue Manuel Capetillo.
Dos hermosos obsequios
Plegaria del buen aficionado es que lo libre el cielo de toritos de obsequio. En cambio, hay otros obsequios altamente agradecibles y celebrables, como los que acaban de hacerme llegar Carlos Hernández "Pavón", por un lado, y Antonio Sánchez "Porteño" por otro. Dos tlaxcaltecas ilustres, ligados de siempre a la fiesta de toros.
Entrevista en video
En dos dvd´s de jugoso contenido, Porteño sintetiza su historia torera, tan breve como intensa. Lugar preferente ocupan en el relato sus tardes de primerizo en la capital –salir en hombros tras dejarse vivos a los dos de su presentación en El Toreo no es cualquier cosa– y su recordado viaje a España de 1964, con la doble salida en hombros por la puerta grande de la plaza de Las Ventas de Madrid y la incomprensible inhibición de su apoderado, que desperdició la oportunidad de convertirlo en novillero de moda luego de semejante hazaña.
Pero un testimonio que es oro puro lo constituye el cortometraje de una actuación suya en la Plaza México, allá por 1960. Lo que le hace a ese novillo de Zacatepec –escenas relatadas por Fernando Marcos– revela a un torero de recia personalidad y reales posibilidades: podrá Manolete haber sido su inspiración, según él mismo confiesa, pero el toreo de aquel Antonio Sánchez esbozaba solera de la más clásica y poseía mexicanísima impronta. Hay ahí un quite por caleserinas, unos ayudados por alto aguantando impávido la fuerte embestida, colosales pases de pecho y un torerísimo apego al natural auténtico –el cite frontal y sin ventaja alguna, la muleta tomada por la mitad del estaquillador, el estoque atrás y las plantas separadas…casi nada.
En fin, un documento de lujo, editado muy profesionalmente por la televisora estatal de Tlaxcala.
La Legendaria Hacienda de Piedras Negras
Este es el título del último libro de Carlos Hernández González, cuya generosidad asimismo agradezco. Tiene este subtítulo: Su gente y sus toros. Prologado por Leonardo Páez, Valeriano Salceda y Gastón Ramírez Cuevas, es un espléndido compendio de la historia de la prócer vacada apizaquense, que se inicia antes de que en la hacienda de San Mateo Huiscolotepec hubiera toros bravos –en oportuno recurso retórico, Carlitos da voz a muros, estancias y potreros del viejo rancho--, y recorre de generación en generación los avatares de la familia González, a la que pertenece el autor.
Éste último dato me parece clave. Porque nadie mejor que un miembro de la dinastía madre del toro bravo en el estado taurino por excelencia, un hombre enamorado del toro y del campo, sea quien haya emprendido este recorrido amenísimo por casi dos siglos de tramas familiares y taurinas, que incluyen tardes de gloria y sucesos trágicos –Balderas, don Wiliulfo…–, semblanzas de los toreros nacidos en la propia hacienda –Manuel González Carvajal, doctorado por Rodolfo Gaona en Tampico, El Ranchero Aguilar y su hermano Flavio, amigo estimadísimo, los Gabino Aguilar padre e hijo…–, corridas de casta y bravura ejemplares entreveradas con otras menos lucidas, que de todo tiene que haber en una ganadería con esa historia tan rica y extensa.
Entre las fotografías –casi un centenar– sobresale un escultórico pase del desdén del propio Carlos Hernández "Pavón" en Cuatro Caminos, seis años antes de que Manolo Martínez asomara. Y al lado de estampas de Ruano Llopis y Pancho Flores, unas muy bellas con la firma de Alejandra Aguilar Molina, esposa del autor, hija de Flavio, sobrina de El Ranchero y miembro de la misma dinastía González en una de tantas ramificaciones. Como lo es también Marco Antonio González, actual heredero de la divisa y el hierro de Piedras Negras, una de las pocas ganaderías que pueden considerarse próceres, histórico semillero de la bravura en México.
Obsequios así refuerzan nuestro amor por la fiesta y lo obligan a uno a ser agradecido. Y a recomendar sinceramente a amigos y lectores su pronta adquisición.
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