Abro un paréntesis a la serie sobre El Relicario para constatar la enorme trascendencia -taurina y también extrataurina -de José Tomás Román Martín, ese torero nacido hace 37 años en la localidad madrileña de Galapagar (20.08.75), a quien tres únicas apariciones en este 2012 le han bastado para constituirse, muy lejos de todo y de todos, en el mayor suceso del año.
Desde luego, el detonante ha sido la memorable, cenital actuación suya del domingo anterior en el coliseo romano de Nimes. Pero aún sin ese aleph del arte de torear -aleph en sentido borgeano, holístico, universal-, su historia anterior ya lo señalaba como el paradigma torero de la época, y uno de los pocos artistas vivos capaces de conmover a sus seguidores al mismo tiempo que intriga a quienes no lo son, da igual que se trate de afectos, desafectos o indiferentes a la tauromaquia.
Y eso, en tiempos como los que corren, alcanza un significado sin precedentes, pues no podía representar lo mismo el declararse belmontista o manoletista en plena eclosión popular de lo taurino, que convertirse en peregrino en pos del santo grial tomasista cuando la muerte ritual del toro se ha convertido a los ojos del mundo en un acto tan políticamente incorrecto como la moralina anglosajona alcanza hoy a pregonar, y las acríticas masas a acatar despropósito semejante con más visceralidad que criterio.
Lo de antes. Es bien sabido que el joven José Tomás se hizo torero en México, bajo la tutela tanto de su mentor hispano Antonio Corbacho como de Manolo Martínez y José Chafik, e impresionando desde el principio por su estoicismo y entrega, puestos al servicio de un concepto muy clásico y puro. En Aguascalientes, donde fijó residencia, sufriría dos cornadas que lo marcaron: la primera en 1994, novillero aún, y la más grave de todas, que le hizo mirar de frente la cara a la muerte, el 24 de abril de 2010: si la primera pudo achacarse a la combinación de valentía con novatez, la de “Navegante”, de De Santiago, lo sorprendió en plena madurez como mero accidente, corroboración de que el toreo auténtico nunca tendrá la inmunidad asegurada.
Alternativado en la México por Jorge Gutiérrez (10.12.95, con “Mariachi” de Xajay), no sería ésta, empero, su plaza más propicia, dada la connivencia del empresario Herrerías con Enrique Ponce, su más significado adversario, no tanto ante el toro como fuera del ruedo. Sí lo fueron, en cambio, Madrid y Barcelona, a la que despidió con su mejor faena de 2011, vestido precisamente de negro y oro, como el domingo en Nimes. Sumó allí, en 24 tardes, 52 orejas y dos rabos, y dejó en los anales de la Monumental varias faenas irrepetibles, incluidas las de su primera encerrona (05.07.09) y la del indultado “Idílico” el año anterior, durante la feria de la Merced.
En Las Ventas, ante el público más exigente del orbe, sus salidas en hombros debieron ser ocho (en 22 tardes cobró 24 orejas, las dos primeras de novillero), lo que impidió el último de sus tres graves percances madrileños (15.06.08); una trayectoria, en ambos cosos, absolutamente incomparable. ¿Y en Sevilla, cuna del toreo? Allí ha toreado poco, pero aún contra la reticencia de la empresa maestrante redondeó, en 2001, la feria de abril más importante de torero alguno en más de medio siglo: con tres paseíllos y de apenas cinco toros lidiados obtuvo siete orejas y abrió dos veces la Puerta del Príncipe a cambio de una cornada.
Ausente cinco años en que estuvo virtualmente desaparecido de la escena, retomó el hilo en 2007 (Barcelona, 17 de junio) para completar tres campañas tan medidas en número de actuaciones como inconmensurables en materia de arte, entrega y arrojada maestría. Tras las dos recordadas apoteosis de Madrid (junio de 2008), y un 2009 de ensueño, su arrolladora marcha -traducida en tantos llenos y casi tantas puertas grandes como actuaciones, lo mismo en España que en Francia y América- se vio abruptamente interrumpida en su querida Aguascalientes por el pitón de “Navegante”: la difícil recuperación de su pierna derecha, cuya femoral fue brutalmente seccionada por el astado, lo apartarían de la arena durante quince meses.
Al reaparecer en 2011 pareció no ser el mismo -salir a oreja por corrida podrá ser sueño de muchos, pero en JT casi se antojaba signo de decadencia-. Sin embargo, a partir de septiembre de ese año, en Nimes y Barcelona, se reveló un torero si cabe más maduro y dueño de su arte. Sospecha que tendría cabal confirmación en sus dos únicas presentaciones de 2012 previas a esta de Nimes (Badajoz y Huelva, donde alternó con El Juli y Morante, dos torerazos, y exhibió un grado de superación apenas concebible. Que iba a culminar hace ocho días, en el viejo coliseo francés.
Lo de Nimes. El domingo 16 JT partió plaza en punto del mediodía, envuelto en los brillos de un capote ornamentado con los colores de la bandera mexicana –por la tarde, allí mismo, El Juli y Castella sostendrían un emocionante mano a mano, que culminó con el francés saliendo en hombros por la Puerta de los Cónsules. Le esperaban ejemplares de seis diferentes ganaderías y un público llegado de los cinco continentes.
Pero ni ese marco, ciertamente propicio, ni el juego en general bueno de un encierro de excelente presentación -sólo el sexto, de Toros de Cortés, sacó jiribilla de la mala, dando ocasión a la más arriesgada lección magistral del madrileño -sirven para justificar el éxtasis clamoroso vivido por veinte mil espectadores y certificado de manera unánime por más de un centenar de periodistas destacados en Nimes, entre los que se contaban antitomasistas confesos y numerosos enviados procedentes de los países más insólitos. Traducido a cifras, la historia se sintetiza en el corte de once orejas, un rabo y un indulto. Que no fue un indulto al uso, sino un acontecimiento sin precedentes.
Su encuentro con “Ingrato”. El cuarto fue un hermoso zaino de Parladé marcado con el 31 e “Ingrato” de nombre, de 510 kilos. De salida saltó al callejón, y a la vuelta, el capote de JT lo sujetó en suaves y paradas verónicas, preludio de un amexicanado tercio de quites, pues tras dibujar su personal caleserina, tras el segundo puyazo iba a ligar a la brionesa una inédita teoría de derechazos, corriendo la mano con el capote recogido y arrastrado muy suavemente.
Para empezar su ya histórica faena, se fue a los medios con su ligera muletilla como única arma —es decir, sin ayuda de la espada-- y desafió desde ahí al noble “Ingrato”. En adelante, la dulce embestida del Parladé iría siempre a más gracias al hipnótico, inmaculado temple con fue invariablemente incitado, llevado y seducido por el diestro, que sin prisa alguna, a puro sentimiento y maestría, fue edificando un irrepetible monumento al toreo más natural posible, abandonado al libre juego de su muleta y al prodigio de sus muñecas, su cintura y su inspiración torera. Diez o doce minutos después, con el público embriagado de emoción y felicidad, la autoridad iba a conceder el indulto de “Ingrato” y Tomás pasearía, ganado por una sonrisa de beatitud plenamente compartida por los enfebrecidos espectadores, un simbólico rabo, justa culminación de la histórica jornada.
Apretada síntesis. Estas fueron, por orden de salida, las procedencias de los seis toros de la apoteosis de José Tomás en las Arenas de Nimes: Victoriano del Río, Jandilla, El Pilar, Parladé, Garcigrande y Toros de Cortés. Excepto a éste -del que cobró un apéndice-, a todos los demás les cortó las dos orejas. Y tras el perdón al de Parladé izó además ese emblemático rabo.
Lo que vendrá. Eso nadie lo barrunta, enigmático como es el sorprendente artista que nos ocupa. Sus detractores -una especie en serio peligro de extinción-, se consuelan echando de menos su presencia en las ferias mayores, empezando por Sevilla, Madrid y Bilbao. El resto -una inmensa mayoría- seguiremos en ascuas, aguardando con el mayor interés el nuevo giro que José Tomás quiera dar a su carrera, a sabiendas de que allí donde parta plaza lo hará ante un cónclave de fieles, llegados de los más insólitos rincones del orbe para agotar anticipadamente las localidades y rendirle culto al mejor toreo y a su exponente más egregio, consagrado hace ya tiempo como uno de los fenómenos más extraordinarios que hayan pisado los ruedos.