Tauromaquia: Apogeo del post-toreo
Lunes, 28 Ene 2013
Puebla, Pue.
Horacio Reiba | Opinión
La columna de hoy en La Jornada de Oriente
A punto estuve de llamar subtoreo a lo que vimos en la México el domingo anterior, pero un resto de pudor me lo ha impedido: el del respeto debido a los dos protagonistas del mano a mano, que demasiado hicieron con el material cornudo servido por las dos ganaderías en escena –Fernando de la Mora y Montecristo–, incapaces de presentar entre ambas un solo astado cuyo comportamiento se aproximase al del toro de lidia esencial, simple y llano.
Por ahí tendría que empezar cualquier comentario sobre lo realizado por El Juli y Diego Silveti –extraño cotejo, a fe, éste de un artista en formación confrontado con un maestro consumado y en posesión plena de sus exuberantes facultades–: por la pertinente aclaración de que cuanto ambos espadas hicieron fue realizado en ausencia del toro. Al menos en la cabal acepción que más de dos siglos de tradición taurina han concedido a este vocablo.
Porque durante todo ese tiempo, se designó como toro de lidia a una peculiar raza de bóvidos, caracterizados por acometer sin reposo contra aquello que los incita, con la agresividad, fuerza y celo necesarios para seguir los movimientos de un engaño que, una vez burlados, continuarían buscando en acometidas sucesivas, a impulsos de su sangre brava y su instinto de combate –lidia viene de lid.
Esto, tan sencillamente prodigioso, es lo que hizo posible el toreo como un arte apasionante y en constante evolución. Y lo que tendría que seguir sustentándolo. Sólo que…
Lo que tal evolución no contemplaba era la posibilidad de que la bravura –siempre fluctuante, y muchas veces ausente en mayor o menor grado de los ruedos– se extinguiera por completo, obligando al torero a inventarse un oficio sucedáneo que, remedando el que por tradición heredó, intentara suplir la emoción emanada del anterior mediante alardes de aproximación al no-toro, animal casi inmóvil de tan pasivo e indiferente.
Esta especie de simulacro, de evocación activa de lo que alguna vez fue pero empieza a ya no ser posible, requiere un nombre distinto del que tuvo cuando le llamábamos toreo. La gestualidad es casi la misma, pero la desaparición de uno de los dos elementos fundamentales de aquel diálogo fascinante y mortal esfuma estos atributos. Y a falta de un nombre mejor, sólo se me ocurre el de post-toreo, por ser esta voz compuesta lo suficientemente gráfica, que sin renunciar por completo a la denominación original señala el pasaje a una etapa posterior, tan diversa de las precedentes como distinto es el toro de no-lidia –medio autista, soporífero, a menudo inválido– a los ancestros que le heredaron su morfología pero no las cualidades de su sangre brava.
El Juli
Hecha la pertinente aclaración, nada cuesta proclamar que el Julián López actual está en posesión de un poderío avasallador, acuciado por una arrasadora voluntad de mando. Y servida esta sed de logro, econocimiento y liderazgo no sólo por la maestría, sino por la búsqueda de la prolongación de su dominio sobre el viaje de las reses. Y una feliz autoexigencia de reunión y ajuste.
Pero lo suyo, el domingo, constituye un buen ejemplo de lo que en retórica se conoce como oxímoron, que si no es una contradicción absoluta sí expresa una flagrante paradoja: ¿cómo explicar la confrontación de un coloso de la tauromaquia, sobrado de recursos, hambriento de gloria y desbordante de poderío, con oponentes tímidos, enclenques y sin ningún ánimo de lucha?
De acuerdo, El Juli estuvo –tenía que estar– muy por encima de ellos: del noble abreplaza de Montecristo –el que más pases soportó, todos perfectamente enlazados con temple y largura, aunque acabase tan sofocado y carente de bríos que ya poco hizo por el diestro en los tres buenos pinchazos que señaló (por eso perdió la oreja)–; de "Aguanieve", de Fernando De la Mora, al que, siendo bastante más corto de embestida, también obligó al máximo, incluso forzando un final encimista ciertamente meritorio pero sin parentesco con el buen toreo --en tal cercanía del inmóvil bicho, los cortos pasitos y desganados topes de éste sólo podían dar lugar a mantazos, cuando el toreo cabal, para manifestarse en toda su grandeza, exige embestidas profundas y lances y muletazos perfectamente rematados–, e incluso del castaño de Mercado Lamm "Ilusión", un toro de piedra, que por mucho empeño que el madrileño puso jamás le tomó completo un pase.
La tarde de Julián se resume en salida al tercio, dos orejas y palmas fuertes. Demasiado torero para el post-toro del lidia mexicano.
Ni un paso atrás
Eso, la decisión, la casta heredada, la voluntad de ser salvaría la tarde de Diego Silveti, obligado a rivalizar con un maestro en sazón cuando él apenas comienza su ascenso, con armas necesariamente menos pulidas y sin haber desarrollado aún un estilo que lo distinga. Pero valor, vaya que tiene el de Irapuato. Y eso lo sacó adelante, incluso cuando prolongaba sus dos primeros trasteos sin ningún sentido, dada la nula fuerza y el absoluto desinterés por su muleta del par de burros con cuernos que Fernando de la Mora le y nos hizo tragar. Creo que el desbordante deseo de Diego por corresponder a las expectativas debió atemperárselo la propia indiferencia del público, que a las claras le estaba pidiendo abreviar aquellos interminables muleteos, reducidos a intrascendente suma de intentos por forzar embestidas inexistentes.
No muy distinta era la condición del cierraplaza "Sereno", un cárdeno ojalado de Montecristo. Pero de esa diferencia mínima supo extraer Diego los muletazos suficientes –incluida una excelente tanda izquierdista– para desentumecer en algo a los espectadores y, tras estocada perpendicular de rápido efecto, hacer que pidieran la oreja, raudamente concedida por Chucho Morales porque ya sabe usted que estos jueces de hoy día se mueren por mostrar pañuelos a la menor provocación. Un celo que, si aplicasen al cumplimiento de la suerte de varas auténtica y cabal, probablemente ayudaría a desmontar la mentira del toreo sin toro. Pero hay que apechugar: al post-toreo justo es que le corresponda y apoye el post-juez de plaza, concebido a la medida de la autorregulación empresarial.
Chicuelinas aparte, si El Juli le cuajó a "Cominito", su primero, un ajustadísimo quite por saltilleras en los medios, las gaoneras de Silveti a "Mar de Nubes", segundo suyo, fueron un dechado de aguante ante la titubeante embestida y la cara alta del descastado burel. Y me sigue pareciendo que, si persevera y pule su estilo, en el hijo del Rey David podemos tener un artista grande del pase natural. Siempre que en el campo "bravo" mexicano haya aun bureles capaces de propiciar, con su casta y codicia, eso que los clásicos llamaban, con toda naturalidad, toreo.
La sombra del americano
Los fabulistas metidos a empresarios diseminaron hace tiempo la consigna de que el futbol americano es para la Fiesta un enemigo poco menos que invencible, y que intentar competir con él sólo les acarreará taquillas flacas y dolor de muelas. Se trata del mismo tipo de patraña que desde hace ya bastantes años se llevó también por delante un mes de temporada grande –de la segunda mitad de diciembre a la primera de enero– en que, a querer o no, sólo nos programan carteles basura a precios de corrida de lujo.
Pues bien, el domingo 20, mientras se jugaban en la Unión Americana y se transmitían por televisión abierta las dos finales de división de la NFL –conferencias las llaman, incurriendo en evidente barbarismo–, la Plaza México registró la mejor entrada en varias temporadas, un casi lleno de cuando menos 35 mil espectadores. Demostración palmaria de que, cuando un cartel interesa de veras, la gente va a responder, así se dispute vía satélite un campeonato intergaláctico de lo que usted guste y mande.
Y así será mientras no llegue el temido día en que la bendita afición haya abandonado del todo a los capitalinos, y no precisamente por culpa del rugby a la gringa y sucesos mediáticos tipo Super Bowl, sino de la muerte por inanición y descastamiento masivo y radical del toro de lidia en México.
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