Banners
Banners

Tauromaquia: ¿Traición traicionada?

Lunes, 31 Oct 2016    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | Opinión   
La columna en La Jornada de Oriente

Mucho alboroto en torno al dictamen emitido por el Tribunal Constitucional del estado español desautorizando al gobierno catalán a prohibir las corridas, pero lo cierto es que ni Barcelona tendrá por ello toros ni la decisión del máximo órgano judicial de la península parece destinada en los hechos a proteger a la tauromaquia, puesto que, deliberadamente o no, abre la puerta a modificaciones formales dictadas a capricho por los gobiernos de las distintas comunidades autonómicas, varios de los cuales estarían encantados de adulterar la esencia de la Fiesta tal como hoy la conocemos. Pues ése es, ni más ni menos, el poder que el Supremo ha puesto en sus manos.

Ambigüedades

El Tribunal Constitucional habla del Estado central como garante de la seguridad pública, y explica que no procede prohibir una actividad oficialmente protegida como patrimonio cultural inmaterial a escala nacional. Pero en seguida se pone a hacer equilibrios entre la falta de competencia de las comunidades para suprimir la tauromaquia –inexistente derecho que el Parlament de Cataluña se arrogó hace ya seis largos años--, y la que sí tienen para reglamentarla localmente como mejor les parezca.

El llamado a cohonestar ambas corrientes es, en síntesis, una invitación a alterar los festejos taurinos casi a voluntad. Y los catalanes, con sus impresentables políticos a la cabeza, seguramente ya afilan armas para obsequiar a sus ciudadanos con una versión de la corrida digna de Houston o Las Vegas, especie de danza insulsa, más cercana a los espectáculos de recortadores o a los circos trashumantes que al último rito sacrificial mediterráneo, legítima fuente de inspiración no sólo para los ejecutantes del toreo, sino para las bellas artes en su conjunto.

Viva la incultura

Aunque los tribunos hispanos que emitieron el laudo de marras no se hayan detenido a exponer detalladamente sus razones –el texto argumentativo siguen sin hacerlo público--, es un  hecho que la “solución” por ellos propuesta evidencia un desconocimiento palmario del significado de la palabra tradición. Que es a lo único a que puede referirse cualquier acto marcado con la etiqueta de patrimonio cultural inmaterial. 

Una tradición, para serlo, debe constar de dos partes: un mito fundante y el rito que cíclicamente lo simboliza. Si nos quedamos con el segundo, que es pura forma, pero omitimos el primero, dejamos a la tradición sin sustancia, huérfana de sentido y degenerada en simple costumbre, que es el destino de la tradición-cascarón o la tradición-espectáculo. Buen ejemplo de esto serían nuestros concursos de ofrendas para el día de muertos, cuyos participantes podrán revestir sus altares con todo la parafernalia ritual, pero si prescinden del mito original –el banquete anual para las almas de sus muertos más amados--, estarán remedando unas formas sin tocar la parte mítica de la tradición, que queda así traicionada e inerte. Lista para que los turistas la conviertan en selfie, y nada más.

El mito en tauromaquia

Todo mito es un relato breve y lineal, de suerte que resalten en él los valores que lo justifican. Y hablar de valores es hablar de ética, adentrarse en la filosofía del asunto. En el caso de la corrida, el mito se centra en el encuentro ancestral del hombre con una fuerza privilegiada de la naturaleza –el dios toro, devenido tótem--, y en su capacidad para imponerse a su potencia amenazante con inteligencia, entereza e ingenio, atributos humanos por excelencia.

Aunque el mito taurino se viene cumpliendo desde hace varios milenios –fue caro a persas, griegos y romanos, antes de recalar en la península ibérica--, la corrida moderna consiguió, eventualmente, el milagro de establecer un equilibrio indispensable entre los dos actores fundamentales del acto taurómaco: el toro y el torero. Condenado de antemano al sacrificio –como eje y centro del ancestral rito--, se otorga a un animal criado y cultivado con esmero la gracia de morir luchando, con la oportunidad adicional de hacer presa en su pretendido ajusticiador. Esta dualidad víctima-victimario los pone a ambos en el mismo plano y encierra todo el contenido moral de la corrida. Por eso, cuando el toro no reúne las características de integridad, pujanza y bravura que prescribe la buena práctica de la tradición, ésta queda inevitablemente desnaturalizada: si el rito no conserva ese equilibrio, el mito queda traicionado y la tradición pierde significado.

Del rito al arte

No está bien claro si el arte de matar toros bravos a estoque de acuerdo con ciertas reglas inmutables lo prescribió primero una ley –lo que es poco probable-- o terminó por imponerlo y fijarlo la dignidad y el pundonor de los propios toreros en el último tercio del siglo XVIII. Como sea, allí, en la estocada –no por nada suerte suprema—, está el primer indicio de una moral propia y significativa. Revestido el rito de ética, la noble tradición taurina se identifica así con su mito fundante, y está lista para abrirle paso a una evolución posterior. Porque las tradiciones evolucionan, a condición de no romper el preciado lazo que une mito y rito, el respeto irrestricto a los valores rectores implícitos en su origen, actualizados mediante la simbología del proceso ritual.

Pero, adicionalmente, la tradición taurina encierra otro milagro, a partir de su desarrollo evolutivo desde la rudeza inicial, cuando la naturaleza del adversario era particularmente arisca y amenazante, el toro esencialmente fiero y sin pulir de los primeros tiempos de la corrida, hasta alcanzar, paulatinamente, niveles estéticos insospechados. Pero inclusive aquella versión primitiva y ruda tuvo que contener los valores tradicionales, y eran ya los toreros de entonces dignísimos representantes de una ética hecha de valentía y respeto básico al animal --que se cumplía al estoquearlo de frente, de acuerdo con una suprema ley del equilibrio de fuerzas--, y ya estaban allí las semillas del toreo moderno, que fue agregando al arte de la estocada el de tres tercios que representan para el oficiante un doble compromiso: no sólo cumplir cabalmente con la regla, sino aunar la mayor pureza de procedimientos y un plus de expresión personal. Y hablar de expresión personal es hablar de arte, en cualquier obra humana de que se trate.

Concluyendo

La tradición que dice defender el Tribunal Constitucional hispano no es la suelta de un toro para que gente se divierta con una serie de lances o suertes más o menos lúdicas, más o menos artísticas. Más culta y reflexiva, la UNESCO tipifica como patrimonio cultural inmaterial no cualquier versión de una actividad genérica, sino sólo, muy precisa y puntualmente, aquella que esté debidamente documentada y argumentada en su origen, evolución histórica y buena práctica. Buena práctica que en nuestro caso sólo puede estar en la corrida de toros tal como la conocemos y como se lleva a cabo en cosos de los siete países taurinos del orbe –en Portugal la tauromaquia, también válida, es otra, como otra es en los festejos de Las Landas--.

Y en la corrida a la usanza española está muy clara la narrativa mítica subyacente, como lo está el respeto a un programa ritual –tanto su secuencia cuanto su autenticidad, basada en un armonioso equilibrio--, y, en definitiva, el nexo de la dualidad mito-rito que justifica al toreo moderno como una tradición en toda regla. Con la particularidad del sacrificio ineludible –pieza clave del rito, raíz ancestral del mito-- del tótem-toro. Y los riesgos a que se obliga, simbólicamente revestido de luces frente a la incertidumbre opaca de su destino inmediato, un hombre que, además, pretende hacer de su oficio sacrificial un arte capaz de convocar a las bellas artes restantes. Pues, como bien sabemos, hay abundante literatura, poesía lírica, pintura, historia, teatro, danza, escultura, arquitectura y cinematografía dedicada a la corrida de toros. 

Así las cosas, cobra máxima importancia la necesidad de unificar los reglamentos taurinos en torno a la corrida como una tradición, reconocible como digno patrimonio cultural de la humanidad. No hacerlo, tal como están las cosas, sólo puede conducir a un sálvese quien pueda, especie de aleve bajonazo del que el toreo saldría muerto sin puntilla.    


Noticias Relacionadas







Comparte la noticia