En la revista madrileña El Ruedo correspondiente al 21 de abril de 1960, Juan de Dios Álvarez, corresponsal en nuestro país de la ya desaparecida publicación, da cuenta de las corridas efectuadas simultáneamente el domingo 10 en la Plaza México (Procuna, Rafael Rodríguez y Juanito Silveti, con seis de La Laguna) y El Toreo de Cuatro Caminos (Carlos Arruza a caballo y a pie Antonio Velázquez y Alfredo Leal, toros de Santacilia y Tequisquiapan); y en uno de sus subtítulos apuntaba: "Setenta y cinco mil espectadores llenaron las dos plazas".
Más allá de la evidente exageración –ni la gran cazuela llegaba a las 50 mil localidades ni El Toreo pasó nunca de 23 mil–, el doble lleno de esa tarde abrileña marca un abismo entre la pasión taurina de entonces y la penuria galopante del presente. ¿Será posible que en los 54 años transcurridos se haya disuelto en la nada el tradicional fervor taurómaco de los capitalinos?
Del auge al vacío
En 54 años no, pero sí, a grandes pasos, en los últimos 20. Todavía el 11 de diciembre de 1990, por citar otro caso puntual, a la México acudían más de 35 mil aficionados convocados por este discretísimo cartel: Morenito de Maracay, César Pastor y El Yeyo, con astados de Campo Alegre. Semejante concurrencia sería hoy inconcebible. Y la explicación no es tan simple como parece.
Eso sí, entre las múltiples causas del desastre es inevitable considerar cuánto se han encarecido desde entonces los boletos y, sobre todo, en qué medida se fueron yendo a pique la bravura y el trapío del ganado, así como el poder de convocatoria de los toreros; y si eso pasa con los ases actuales, qué se podía esperar de ilustres desconocidos para un público masivo que, la noche del jueves, pasando penurias indecibles abarrotó el Estadio Azteca, mientras en los desolados tendidos de la México se perdían unos cuantos familiares de seis innominados, arrojados a los leones por una empresa desprovista de los mínimos exigibles de seriedad, afición y sentido común. Misma empresa que ha tenido bajo su tutela la fiesta capitalina durante casi cinco lustros. Con lo que una posible explicación empieza a vislumbrarse.
Sumas y restas
El domingo anterior, ya nos habíamos llevado el chasco de comprobar cómo la repetición de Diego Urdiales, tras su inolvidable faena a "Personaje", se daba ante raquítica entrada. Un dato más a tomar en cuenta en relación con la caída en picada del interés y la afición al toro de los capitalinos. Lo que hace no tanto habría justificado un taquillazo, con la inquieta afición ávida por comprobar las excelencias artísticas del riojano, no pasó de cansino desfile de unos pocos miles, presas más bien de la costumbre. Aquí, es lícito afirmar que está operando el factor desinformación: quite usted al taurófilo irreductible y dígame de qué fuentes dispone el ciudadano común para enterarse de que aún existe la fiesta de toros. Pues ni los medios electrónicos la toman mínimamente en cuenta ni de la rica información gráfica y escrita de otros tiempos quedan ya más vestigios que una publicrónica monótona y gris. Hasta la calidad visual de la fotografía taurina de siempre ha desaparecido sin dejar huella.
Sumados domingo y jueves últimos, a duras penas llegarían a cinco mil los defeños que sacaron boleto para los toros. Nadie creería que hubo un tiempo en que funcionaban simultáneamente dos cosos de gran tamaño –en la capital y el municipio conurbado de Naucalpan de Juárez– y que ambos se colmaban de público, expectación y toreo. De interés y emoción auténticos, en síntesis.
Lo que el tiempo se llevó. La nota de 1960 del corresponsal mexicano de El Ruedo nada tenía de excepcional. Con algunas intermitencias, entre las décadas del 40 y el 60 del siglo pasado, en la México y El Toreo se organizaban temporadas simultáneas. Y muchos domingos, la concurrencia sumada de ambos cosos, sin alcanzar los ilusorios 75 mil espectadores de la información citada, rondaba de cerca esa cifra.
Cuando Antonio Algara reestrenó el Toreo en Cuatro Caminos --invierno de 1947-48-- las dos plazas funcionaron al unísono. Curiosamente, y pese a contar con todos los ases de la baraja nacional –Arruza, que a su vuelta de España era la gran novedad y actuó siempre a plaza llena, Armilla, Garza, Silverio, El Soldado, Velázquez e incluso Procuna, que cambió de caballo en mitad del río-- la competencia le resultó ruinosa, dado lo lejano y mal comunicado del flamante coso. Este antecedente trajo un precautorio parón hasta que, en 1953-54, Pablo B. Ochoa reabrió El Toreo con un elenco hispanomexicano muy competitivo. La experiencia no fue lo redituable que se esperaba, pero hubo tardes de lleno absoluto en ambas plazas –en la repetición del Calesero en la México tras su consagratoria actuación la tarde en que reaparecía Armillita, por ejemplo, mientras Ochoa refrescaba en Cuatro Caminos triunfos recientes de Jumillano y Guillermo Carvajal encartelándolos con Jorge Medina (17-01-54). Cuando, en diciembre del 56, Algara programó a todo lujo en Cuatro Caminos su famosa Feria Guadalupana, Alfonso Gaona, prudentemente, interrumpió su temporada grande los dos domingos abarcados por la feria.
En cambio, ninguna de las dos empresas acusó negativamente la competencia en 1959 y 1960, pues la afición respondió acudiendo en gran número a ambas plazas en cuanto cartel lo ameritara. Uno de tales casos fue el del 10 de abril de 1960 mencionado al principio, pero desde el año anterior se habían producido entradas que, sumadas, arrojaban, si no 75 mil, si cerca de 70 mil boletos vendidos. Y siguió ocurriendo cuando, en 1963-64, presentó El Toreo a El Cordobés y la México a los Capetillo, Huerta, Rangel, Camino, Viti, Puerta. Y de nuevo en 1966, pues si Gaona llevó a El Toreo a Antonio Ordóñez, Huerta y un incipiente Manolo Martínez, no por eso dejó la México de llenarse casi siempre. Tanto que el 6 de febrero, ambos cosos agotaron el boletaje (Arruza rejoneó por última vez en la México cortándole el rabo a “Peregrino” de Reyes Huerta, con El Viti, Jaime Rangel y Manolo Espinosa como complemento; mientras, en El Toreo, José Huerta indultaba a "Espartaco" del hierro de Cantinflas, Finito cobraba dos rabiosos apéndices y Ordóñez prodigaba detalles de oro). Y como ésos, hubo varios entradones simultáneos.
Eso fue, ni más ni menos, lo que nos han robado entre empresas desaprensivas, ganaderos del asfalto, diestros adocenados y medios que se olvidaron de la fiesta para promover futbol americano y otras delicias por el estilo.
Torería por partida doble
La de El Payo el domingo anterior. No sólo por lo mucho que se arrimó y toreó al único lote potable de Barralva, sino por el gallardo gesto de renunciar a la salida en hombros cuando los protestones de siempre le silbaron la oreja del sexto. De paso, sacó a flote otro indicio de la decadencia imperante: las salidas por la puerta grande o las lleva a cabo el desborde entusiasta del propio público o nada significan. Pocos espectáculos tan tristes como ese burocrático paseo sobre los hombros de un fornido costalero de alquiler. En cambio, qué sabor, olor y color tenían aquellos en que una multitud alzaba en triunfo al héroe de la tarde, con o sin apéndices de por medio.
Urdiales hizo un torero pero estéril esfuerzo con dos mansos –inválido uno y correoso y geniudo el otro– a los que mató pésimamente. Y Pizarro estuvo de un gris subido, con un hato de Barralva de desigual presentación y muy medido de fuerza y bravura.