Cuando Alejandro Amaya cogió sorpresivamente las banderillas en el tercer toro de la corrida, al ver cómo uno de los subalternos había dejado caer el primer par a la arena sin conseguir clavar, la expectación del público, que hacía una gran entrada, aumentó de manera inesperada.
Aquel arrebatado gesto supuso la comunión de la gente con el torero de la tierra, que se esforzó a cada palmo durante una encerrona donde, si bien es cierto que no consiguió cortar oreja alguna, debido a sus repetidos fallos a espadas –pinchó atrás en todas las ocasiones– sí demostró que ha madurado y tiende a hacer el toreo bueno.
Porque buenas maneras y elegancia siempre han sido un argumento que lo ha mantenido a la espera de dar el salto y convertirse en un torero importante. Y esta gesta –porque una encerrona siempre es una gesta, y más aún en una monumental con una corrida hecha y derecha– supuso un reencuentro con el público de Tijuana, que le exige de más, sabedor, quizá, de que en Amaya hay un torero con posibilidades de cuajar.
Así que con una gran facilidad cuarteó por el pitón derecho del toro de De Santiago, al que clavó dos pares con arrojo, a pesar de que el ejemplar arrollaba y se defendía peligrosamente, echando la cara arriba y vendiendo cara cada embestida.
Los dos siguientes intentos, fallidos ambos, solamente hicieron enrabietarse aún más a Alejandro, que se tomó muy a pecho terminar aquel tercio de banderillas, lo que hizo con un último par de mucha raza. Y a partir de entonces, la gente comprendió que aquello no era un montaje, sino el afán verdadero de un torero que quiere trascender; here and now, como dicen los gringos.
Cabe decir que, en mayor o menor medida, los toros no dieron el juego esperado y les faltó fondo de bravura; una condición adversa que Alejandro Amaya tuvo que afrontar, y sólo en contados pasajes pudo soltarse plenamente y torear a gusto.
Con el que abrió plaza, de la ganadería de Marrón, que embestía con la cara alta y de manera reservona, hizo una faena sobria y sincera, donde brillaron varios detalles que ya no se ven frecuentemente, como fueron unos clásicos ayudados por alto para cerrar al toro en tablas.
Al segundo, de Espírito Santo, le compuso una faena de manos a más, con redondos templados donde pulseó suavemente las embestidas para obligar al toro a terminar la embestidas.
En la faena al tercero, el del sorpresivo tercio de banderillas, se estuvo jugando la voltereta, pues el de De Santiago se quedaba corto y miraba de continuo.
Y ya con el cuarto, de Fernando de la Mora, que fue el más completo del encierro, realizó una faena entonada, con muletazos hondos y sentidos por el pitón derecho, después de haberse levantado de un fortísimo golpe en el hombro derecho tras ser empitonado cuando intentaba ejecutar un péndulo en el comienzo del trasteo.
Y fue a base de raza como permaneció sobre la arena, maltrecho y dolorido, hasta malograr, ¡otra vez más! una faena que merecía premio. Pasó entonces a la enfermería a ser revisado, sin que los médicos pudieran diagnosticar con precisión la lesión que padece en el hombro; así que decidió continuar la lidia mermado de facultades, pero con la responsabilidad a cuestas.
El quinto de la tarde, de Bernaldo de Quirós, también le permitió desgranar algunos muletazos limpios y cadenciosos, que aderezó con un martinete de soberbio ritmo, con un sello especial, que ligó a un pase de pecho rodilla en tierra. Éstos, y otros detalles sueltos, constituyeron esos chispazos atractivos de una corrida donde se echó en falta el buen uso de la espada. Porque también a este toro pudo haberle cortado una oreja.
A punto ya de desfondarse físicamente afrontó la lidia del sexto toro, perteneciente a la divisa de Teólifo Gómez, un ejemplar que embestía punteando y por tanto no era fácil de templar. La se desarrolló entre ciertos altibajos, pero sin que Amaya perdiera el hilo conductor de una tarde cuesta arriba en distintos aspectos. Entró a matar con la misma decisión que todas las veces, y colocó una estocada casi entera, perpendicular y delanterilla, aunque con travesía. Sin embargo, el público saltó impulsado como por un resorte, celebrando el triunfo del torero como suyo; pero el toro no cayó y la posibilidad de cortar una valiosa oreja se diluyó.
Al final, el torero de Tijuana dio una aclamada vuelta al ruedo, ya con la gente entregada por completo, y aunque el resultado numérico del festejo no le favorecía, creo que aquel reconocimiento unánime fue el mejor bálsamo al deber cumplido en una tarde donde el reto fue mayúsculo.
Plaza Monumental de Las Playas. Más de tres cuartos de entrada en tarde agradable. Toros de Marrón, Espíritu Santo, De Santiago, Fernando de la Mora, Bernaldo de Quiros y Tófilo Gómez, de escaso juego salvo del 4o. que fue el más completo. Pesos: 490, 475, 495, 495, 495 y 485 kilos. Alejandro Amaya (negro y pasamanería blanca) como único espada: Silencio, palmas, palmas, ovación, palmas y vuelta. Alfonso Ramírez "El Calesa" hizo un quite por chicuelinas al 4º. Ismael Rodríguez, el otro espada sobresaliente, acompañó en los tercios de varas y banderillas. A la muerte del 2o. toro, se rindió un minuto de aplausos a la memoria del fotógrafo Gilberto Gastelum, fallecido en días pasados. Amaya donó a la Cruz Roja un cheque por 160 mil pesos.