El gravísimo percance sufrido por Alberto Ortega en Tlaxcala el sábado pasado, ha vuelto a recordar que aquel viejo refrán que afirma que "los toros salen de los toriles a pegar cornadas, y que Dios las reparte". Y ése otro que dice que "los toros les dan millones a muy pocos… pero cornadas a todos".
Que si Alberto estaba muy cerca o no de la puerta de toriles; que si no le marcó la salida correctamente a "Cigarrero" en la larga cambiada; que si a un Atanasio no te le puedes poner así por delante, porque suele salir un tanto distraído... Por ese tenor van los comentarios tan habituales en las tertulias de los taurinos.
Al margen de estas apreciaciones, todas muy válidas, por supuesto, la Fiesta Brava nos vuelve a mostrar su crudeza; la autenticidad que entraña la lidia de un toro, el enfrentamiento del hombre con la fuerza de la naturaleza y el encuentro de dos destinos que convergen en una misma identidad. La del torero: expresar sus sentimientos a través de su vocación; la del toro: luchar por su vida, un hecho que le confiere sentido a su existencia.
Esta terrible cornada nos viene a recordar la que sufrió Juan José Padilla en Zaragoza en la Feria el Pilar de 2011, cuando el toro "Marqués", de Ana Romero, le hizo perder la visión del ojo izquierdo, y que, según el torero jerezano, terminó por abrirle las puertas de los mejores carteles, con las ganaderías más acreditadas y dinero en abundancia, en un elocuente "no hay mal que por bien no venga".
La gran diferencia de estas dos pavorosas cornadas, es que Alberto Ortega es un torero joven, desconocido, modesto, que apenas el sábado pasado toreaba la cuarta corrida de su incipiente carrera tras haber recibido la alternativa el año anterior en la Feria de Huamantla.
Y parece que el no ser un torero famoso, como ya lo era Padilla en su momento, va diluyendo la información alrededor de su estado de salud, casi hasta hacerla invisible, como en su día también le ocurrió a Juan Luis Silis, al que el toro "Peletero", de José Julián Llaguno, cogió de manera espeluznante el 13 de octubre de 2013 en Pachuca, y le dejó en la cara una extensa cornada de espejo.
Ojalá que el estado de salud de Alberto Ortega siga en franca evolución como en las últimas horas, y que recupere la función completa que le permita volver a torear. Porque a diferencia de lo que muchas personas pensarían, los toreros tienen bien asumido el riesgo de la muerte, y su mentalidad siempre resta importancia a las cornadas, que quedan registradas como medallas que les cuelga el toro.
Lo más duro será la batalla con la vida después de padecerlas; el lento proceso de recuperación; la esperanza de volver a vestirse de luces y demostrarse a sí mismo que el tabacazo que le dio "Cigarrero" ha quedado en el olvido. Sí, los toreros son seres subversivos, especiales, únicos, y su carácter motiva a todos a no dejarnos vencer jamás por la adversidad.