Salió el barbas y todo cambió. No es que, por bravura, “Consentido” estuviese destinado a poner en alto la clásica divisa gris, rojo y oro de La Punta. Tampoco por hechuras ni por comportamiento. Cárdeno de pelo y vuelto de velas –la larga y retorcida cornamenta y la colgante bolsa testicular denunciaban su bien entrada adultez--, era alto de agujas y largo de viga, acaballado y algo escurrido de carnes.
Media tonelada justa. Y unas primeras embestidas cuya franqueza bien pronto empezó a perder: el bicho aprendía, vocablo tan en desuso en México como este mismo tipo de burel: si los toritos jóvenes y pajunos no aprenden lo que hay detrás del engaño que los burla, el toro agresivo y con edad es otra cosa.
Desacostumbrado a vérselas con morlacos semejantes, El Conde –como cualquier torero hecho al post toro de lidia mexicano--, se creyó que todo el monte era orégano. Y muleta en mano, salió a enfrentar al galafate confiando en su veteranía… y quizá más atento a lo que había sido su anterior burel –un berrendo de buena estampa pero sosote, fofo y distraído a más no poder— que a las señales que “Consentido” venía dando acerca de su cambiante condición.
Vean si no: los lances de recibo –media docena de verónicas de excelente trazo, mecidas y cadenciosas— las tomó el cárdeno repitiendo con voluntad y en derechura; el puyazo único, midiendo mucho el castigo, pareció apropiado a su escasa fuerza, pero en el quite por fregolinas ya empezó a desarrollar sentido, como lo prueba que el diestro haya tenido que moverse más de la cuenta. Tampoco acometió con franqueza en el segundo tercio, que el propio Conde cubrió sin ningún lucimiento, entre sustos, pasadas en falso y algún palo colgando de la paletilla.
Aun así, inició la faena relajado y hasta con cierto codilleo, licencias que bien caro iba a pagar: se revolvió presto el morlaco mientras le marcaba sosegadamente la salida en un ayudado por alto por la derecha y lo ensartó con el pitón del mismo lado para, al vuelo, cuando el torero intentaba zafarse y escapar, lanzar el derrote certero y, una vez asegurada la presa, buscarla con codicia en el suelo, despreciando el revuelo de capotes y propinándole, en dos angustiosos tiempos, una paliza inmisericorde.
Cuando al fin consiguieron llevarse al astado, El Conde llevaba una cornada grande en el muslo izquierdo –producto del segundo derrote, asestado en el aire por la furia desatada de “Consentido” contra el pelele que ya era Alfredo—y golpes y pisotones a granel.
Tuvo Ríos, intensamente pálido, empapada la faz en sudor frío, el rasgo torero de pedir calma, hacerse vendar para contener la hemorragia y reanudar el trasteo, limitando a breve toreo sobre piernas, cada cual a la caza de su adversario. Y sudaría lo suyo para liquidar al punteño –pinchazo, estocada y descabello al quinto golpe tras escuchar un aviso--; no obstante, una ovación de reconocimiento lo acompañó en su retirada a la enfermería, por propio pie y sin perder la compostura. Pero seguramente consciente del error de encarar a un toro agresivo y geniudo como si se tratara del somnoliento inválido de todas las tardes.
Tres cornadas en quince días
Al romper con la constante de invalidez supina y horchata en la sangre que caracterizan al post toro de lidia mexicano, el encierro de Guadiana y el toro de La Punta, sin ser precisamente bravos, pusieron a trabajar horas extra al cuerpo médico de la México, una plaza caracterizada, en los últimos lustros, por un llamativo descenso en el capítulo de cornadas.
Esta vez, sin contar contusiones y golpes causados dentro del atestado callejón por las saltarinas reses de Guadiana, y el varetazo sufrido por la matadora Lupita López, el doctor Vázquez Bayod y su equipo han tenido que operar a tres heridos por asta de toro: Karla de los Ángeles, herida por “Gambusino”, el toro de Guadiana con el que Hilda Tenorio le diera la alternativa, el monosabio Federico Domínguez, de la dinastía de los Gamuza, que acudió a librarla y se llevó un fuerte cate de dos trayectorias, y Alfredo Ríos "El Conde", según quedó relatado. Solamente el domingo 29, día del cartel femenil, los facultativos tuvieron que expedir cinco partes médicos.
Las conclusiones, por cuenta del lector.
Ecos difusos. Por lo demás, el cartel número 12 del desvaído ciclo capitalino dio para muy poco, concediendo la razón a quienes prefirieron no acudir a la Monumental, a diferencia de unos dos mil curiosos que sí lo hicieron. El ganado salió como de costumbre –nula casta y escasez de energías bajo la buena lámina del sexteto de La Estancia—y bien poco pudo hacer la terna.
La única noticia alentadora es que Jorge Ramos desoyó una débil petición de oreja para El Capea, mientras el confirmante Jorge Sotelo, favorecido por el lote menos malo, se esforzaba por agradar con un toreo enhilado y de medios pases –lo de embarcar, templar y mandar no va con él--, incapaz de suscitar el mínimo interés, y no digamos ya alguna emoción en los tendidos. Y El Conde, que antes de obsequiar al punteño había mostrado más habilidades de acróbata que de torero, ya sabemos cómo y dónde fue que, para su infortunio, terminó.
La fregolina
Pero antes de pasar al quirófano –con una herida de dos trayectorias en la cara posterior del muslo izquierdo--, Alfredo Ríos ensayó quites vistosos, la crinolina de El Charro Eliseo Gómez entre ellos. Y, con el de regalo, quiso sorprendernos con la fregolina, que le salió borrosa y movida porque “Consentido” ya empezaba a buscar el bulto.
Lástima, pues se trata de un lance de tanto mérito como belleza: se cita como para dar una gaonera, pero el ejecutante suelta una punta del capote al paso del toro para recuperarla sincronizadamente con la mano contraria y quedar en aptitud de repetir el lance. No es una de esas suertes de trágala, trapazo y regateo; por el contrario, requiere asentamiento, juego de manos muy preciso y medido temple.
Creada en los años veinte del siglo anterior por el fugaz espada de Nonoalco Ricardo Romero Freg, fue llevada a niveles de gran calidad estética por Silverio Pérez –que lo daba a compás abierto, con un ritmo musical y, usualmente, sin enmienda entre lance y lance--, y practicada con expresión muy distinta, pero con mucho ceñimiento y emotividad, por Antonio Velázquez, Rafael Rodríguez y Joselito Huerta, cuando la competencia en quites aún era realidad cotidiana. Todavía recuerdo el que cuajó, en los medios de la Plaza México, de tabaco y oro y siguiendo el inmejorable modelo silverista, el entonces novillero Antonio Moreno “Morenito” con “Rejoneador” de Santín, bravísimo utrero al que le bordaría, allá por diciembre del 60, la faena de su vida.
Su infrecuencia indica de por sí que se trata de una suerte tan bella como arriesgada, practicada, hasta donde mi memoria alcanza, exclusivamente por mexicanos. Ahora que existe cierta inquietud entre la juventud torera por revivir quites añejos, no sería ocioso que alguno de ellos, siguiendo el frustrado ejemplo de El Conde, se diera a la tarea de exhumar éste, uno de los lances más hermosos, lucidos y meritorios del repertorio capotero.