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Desde el barrio: El recital de Istres

Martes, 17 Jun 2014    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
La columna de este martes
Lo de menos fueron esas cuatro orejas y el rabo, o la eufórica salida a hombros, o las anécdotas de la canción de Edith Piaff, o siquiera los cientos de viajeros de larga distancia que se desplazaron hasta Istres a la llamada de la fe arroyista. Lo esencial de la reaparición, dizque puntual, de Joselito en ese pequeño coso francés el pasado domingo, que nadie les cuente historias, fue la forma en que toreó el de La Guindalera.

Porque en esa orilla del Mediterráneo, a mitad de camino de la campera Camarga y de la lujosa Costa Azul, en esa ciudad rodeada de frondosos pinares y gobernada por un ayuntamiento de izquierdas, justo en la frontera más al este de la tauromaquia, Joselito dio todo un recital de clasicismo. Del más hondo y de mayor poso, del más natural, puro y sin artificios que tanto se echa de menos tarde tras tarde de adocenamiento y tensión autoritaria.

Cierto es que la corrida elegida para la "anécdota" fue, por pura y torera lógica, un encierro "a modo": seis toros de Garcigrande de correcta presencia en un coso de apenas 3 mil localidades y con unas cabezas absolutamente nada ofensivas. Pero, eso sí, no menos "justos" que cualquiera de los que dos días antes, y sin una sola protesta, lidiaron en el mismo escenario Enrique Ponce y el mismo Morante que enceló a José para esta fulgurante reaparición.

Sólo que esa medida presencia de los toros salmantinos no sirve de argumento para intentar restarle ni un ápice de trascendencia ni de grandeza al acontecimiento que protagonizó el domingo 15 de junio el torero de Madrid. Sino que, con su buen juego, fueron sólo un simple medio para que su matador hiciera ante unos pocos miles de privilegiados esa especie de manifiesto final de su tauromaquia.

Con la misma hechura, y uno de los mismos vestidos, que lucía cuando se retiró en silencio hace más de diez años, aunque ya con el cabello entrepelado de canas, José Miguel Arroyo fue en Istres el mejor torero de su carrera. Un compendio de esos treinta años de altibajos, pasiones, triunfos y fracasos que el paso de los años ha traducido en una honda cadencia, en una íntima y deslumbrante profundidad.

Todo lo que el domingo hizo Joselito en esas “Arenes du Palio” tuvo un sentido y un sabor especial, en una conexión diáfana e inmediata entre su corazón y sus muñecas, entre su cintura y sus zapatillas. Volaron templados los vuelos de su capote de vueltas moradas a la verónica más clásica, o en los lances a pies juntos, o en las chicuelinas airosas, o en un ordoñista saludo rodilla en tierra, o sobre todo en esa larga perezosa y recreada que ya valió la entrada.

Deslumbrantemente feliz, pletórico por volver a sentir las viejas y fuertes emociones, era como si Joselito quisiera saborear y guardar en la memoria cada lance, cada pase y cada paso por la arena mojada de esa melancólica tarde lluviosa de final de primavera.

Metido en el centro de la escena desde que la llenó en el mismo paseíllo, empapado de esa lluvia fina y constante y entre el ambiente nostálgico de los sones de "L’hymne a l’amour" de su adorada Piaff, o del romanticismo del "Concierto de Aranjuez", José se dio a su propio recital, a antologizarse a sí mismo.

Para muchos de los testigos fue una íntima evocación de los viejos tiempos, de una antigua y latente pasión de juventud, ahora corregidos y mejorados gracias a quien fue referente y espejo, motor de cambios e instigador de rebeldes de toreo puro y de trajes cargados de oro.

Hasta ver a Enrique Martín Arranz caminar enjuto y adusto por el callejón de Istres nos trajo recuerdos de otros retos más toreros, de otros duros pulsos de despacho con el abuelo de un joven empresario, ahora en el relevo, que también vibró el domingo con la reaparición de quien fuera tan odiado como respetado por una patronal con mayor visión de futuro y mejor "deportividad".

Pero, quizá sí, el envoltorio de la tarde fuera lo de menos. Porque lo de más, lo fundamental, fueron esos efectivos doblones a tiempo, ese añejo toreo a dos manos, por alto y por bajo, esas pausas espaciadas y degustadas, ese pecho ofrecido siempre a la embestida, ese dejarse ir con la derecha cintura adelante para ligar series de cinco, de seis… antes del fluido y extenso pase de pecho.

Sí, la clave de todo recuerdo, la que nos removió el alma dormida, fueron esos redondos naturales, asumidos por el toro por el poder convincente de un temple sustancial, casi al compás de metrónomo de las baquetas que golpeaban sincopadamente la caja del percusionista de una banda modesta pero oportuna.

Ahí estuvo todo, en las muñecas precisas, en las plantas aferradas a la arena sin alardes, sin escorzos, sin "riñones encajados"… La tauromaquia en su esencia más natural y cristalina, con una magia especial y un mensaje profundo, interno, presentado en el lujoso continente de un carisma singular.

Así estuvo Joselito el domingo en Istres en su tarde más completa. A favor de obra, sí, con toros menguados, con orejas concedidas tras pinchazos… y un soberbio espadazo de los suyos que tiró al primero patas arriba nada más salir de los vuelos…

Pero que no se mesen los cabellos los puritanos ni los del toro grande ande o no ande, porque sólo los toreros verdaderamente trascendentes son capaces de convocar a cientos de fieles entregados a su causa y de expresarse más allá de la norma y de las convenciones. Y, como Joselito hizo en Istres, quién sabe si por última vez, de sacar a la luz el oscuro y deslumbrante, feliz y nostálgico misterio que se refugia en el alma de los artistas que sobreviven más allá del tiempo.


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