Desde el barrio: Una lección de lidia
Martes, 05 Jun 2012
Madrid, España
Paco Aguado | Opinión
La columna de este martes
Aparte del ya manido fracaso artístico de la Feria de San Isidro, hay otros asuntos preocupantes para el futuro de la Fiesta que se derivan de lo sucedido en la plaza de Madrid. Y no tanto por los malos resultados sino porque esos criterios erráticos de la Monumental suelen extenderse a otros cosos por ese pernicioso efecto espejo que provoca lo que se ve por televisión.
Preocupa sobre todo el sentido pueblerino –villamelón se dice en México– con que se sigue la lidia y se observa el juego del toro en la que antaño fue plaza exigente y hoy ha pasado a ser tribunal de la Inquisición. Sólo así, con esa visión cejijunta, entre el ángulo de la boina y la cachava, se puede considerar como toros de trapío ejemplar a mostrencos con hechuras de avileño, retinto u otras razas de carne. O pensar que no ya el genio sino el sentido avieso de un moruchón es el paradigma de la casta brava.
Con esa perversión de conceptos elementales, es fácil de entender que los catetos taurinos que han secuestrado la "cátedra" hayan perdido el norte de las normas más básicas de la lidia, confundiendo la corrida con un tentadero público y la preferiblemente discreta efectividad de los subalternos con alardes demagógicos en busca de palmas verbeneras.
Por eso cabe detenerse en la lidia que se le hizo al quinto toro de la corrida de Carriquiri jugada el 30 de mayo, que cupo en (mala) suerte a Ignacio Garibay. Un despliegue de torería tan auténtica y tan ejemplar que debería ser analizada con detenimiento por todo aquel que se considere "buen aficionado", y en especial si se quiere auto añadir el remoquete de "torista". Porque quien le quiera dar su verdadera importancia al toro, también debe dársela a lo que se haga bien delante de él. Es lo justo.
Partiendo de esa base, convengamos en que el de Carriquiri, un mostrenco de más de seiscientos kilos, salió ya manseando al ruedo de Las Ventas, lo que en principio podía achacarse a las pautas de comportamiento típicas de su encaste Núñez. Y como se impone en estos casos, Garibay y su cuadrilla le dejaron primero a su aire, para no violentarlo, esperando que el torazo se centrara y mostrara su verdadera condición en el caballo para obrar en consecuencia.
Efectivamente, después del primer puyazo, el de negro cantó la gallina dándose a la huida y arrollando todo lo que encontraba a su paso, abusando de su volumen y su fortaleza. Se trataba, pues, de fijarlo para que pudiera ser suficientemente picado. Y fue entonces cuando entró en escena Fernando Galindo, un veterano banderillero que hizo alarde de valor, de inteligencia y de capacidad lidiadora, así como de fuelle porque, sin dar un paso atrás, sin afligirse ni asfixiarse ante el poder del manso, el torero madrileño le echó siempre el capote abajo y le cortó todas las salidas sin dejarle pensar.
No fue fácil llevar al toro al peto, sino que, como durante siglos se ha hecho con los mansos que huyen, la ejecución de la suerte de varas fue cambiando sucesivamente de tendido hasta llegar a la querencia del animal, no sin fuertes protestas de quienes quieren restringir la gran riqueza de recursos de la lidia a cuatro tontas normas de catón.
Pero era exactamente así como había que hacerlo. Ya que el toro no era bravo, sino un zamacuco manso con mucha potencia, era obligado picarlo bien para reducir sus complicaciones en el último tercio.
Y vaya si lo picaron, en concreto otro gran torero madrileño de a caballo, Chano Briceño, que en la misma puerta de chiqueros se agarró finalmente al de Carriquiri para, tapándole la huida con la mano izquierda, darle su merecido camino de los medios.
Entonces sí que ardió Troya en Las Ventas. Esa valiente y efectiva salida de Briceño hacia las afueras desató las iras de los "torquemadas" de la falsa pureza, que ignoran que la primera raya, la de dentro, se generalizó como límite a mediados de los años veinte a petición de los propios picadores, que siempre se sentían más amparados en los terrenos de tablas que saliendo a "campo abierto" a jugársela con los mansos para evitar las banderillas de fuego.
Entre pitos y flautas, el caso es que Garibay, gracias a la magistral efectividad de su cuadrilla, pudo manejarse con cierta facilidad con aquel manso con poder que amenazaba minutos antes con un juego imposible. Pero así están las cosas hoy por hoy en Madrid, una plaza sin norte que, creyéndose sabia, pita y abronca los matices más clásicos y auténticos de la lidia.
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