Miguel Ángel Perera cuajó una actuación deslumbrante en La México, y de haber estado fino con la espada, hubiera salido a hombros. El extremeño se dejó en la punta del acero un triunfo incuestionable, pero más que eso, demostró que es el fiel continuador, con su sello propio, del último revolucionario que ha existido en la historia del toreo: Paco Ojeda.
Parafraseando al maestro Pepe Alameda, con aquello del "hilo del toreo", se puede argumentar que este concepto impuesto por el personal torero de Sanlúcar en 1982, que supuso un impacto enorme surgido de lo más profundo de las marismas, vino a marcar una manera distinta de interpretar el toreo cuando el toro se paraba; un inverosímil recurso al que no muchos toreros han tenido acceso, porque para hacer eso que hacía Ojeda había que tener dos pares de cojones, una claridad de ideas apabullante, y una vocación torera inmensa esa que se anida en el alma.
El maestro Ojeda inventó una nueva forma de colocarse; una nueva forma de entender las alturas de los engaños; una nueva forma de entender las distancias de los toros aplomados, a los que hipnotizó con un temple asombroso, y llevó enganchados en los vuelos de su poderosa muleta con una majeza inigualable. Aquello que no se podía hacer todos los días, es verdad, porque ponerse en ese sitio es muy difícil, pero significó una nueva luz en el desarrollo de la tauromaquia durante una época en la que los toros crecieron en tamaño y volumen, y se redujeron en casta y movilidad.
Ante aquella falta de acometividad de los cuatreños, Ojeda expresó muchas tardes ese concepto conocido como “el toreo eje”, en el que el toro debe girar alrededor del torero haciendo “ochos”, embelesado en el engaño y sometido a la entera voluntad del diestro.
Pues este concepto ojedista, que amplió los horizontes para adaptar algunos de sus matices técnicos en muchos aspectos del toreo actual, ayer fue puesto en práctica de manera magistral por Miguel Ángel Perera. El extremeño dictó una cátedra de toreo ojedista, que se convirtió en una especie de callado homenaje en una tarde muy significativa, ya que reaparecía de una grave lesión de espalda, y después de haber permanecido casi dos meses y medio sin vestirse de luces.
Y es que el encierro de Los Encinos no se movió; le faltó casta y fuelle, y así es muy difícil ligar. Bien me decía el matador Raúl García que "el toreo empieza cuando el toro se para". Y cuando se tiene perfectamente bien aprendido este secreto ojedista, no hay imposible. Lo más increíble es que Perera pudo lograr tanto con tan poco.
Porque no se crean que Perera siempre torea de esta manera. Lo hace con toros como los que le tocaron, sobre todo el segundo, pues el primero tuvo un puntito más de movilidad, nobleza y clase, al que cuajó de capote al torearlo a la verónica, hizo un magnífico quite por tafalleras, en una de las cuales sufrió una voltereta, y arrancó una oreja de peso.
Pero esa segunda faena fue de un valor sereno, una quietud y un aguante mayúsculo. Temple, suavidad, muleta a la altura que la pedía el toro y, sobre todo, una seguridad impresionante. Así le sacó provecho a un toro que embestía sin ritmo, y muy despacio, lo que complica aún más verlo venir y engancharlo en el instante preciso para obligarlo a terminar su recorrido.
Y metido entre los pitones, en una distancia muy corta, lo más asombroso es que no lo ahogó, sino que lo invitaba a seguir la muleta una y otra vez, en redondo, hasta terminar de convencerlo de que por ahí debía pasar completo una y otra vez, también toreando por dosantinas.
Aquello fue de locura, y la gente se sumergió en las profundidades de una faena de esas que no se ven todos los días. La plaza estalló en júbilo cuando percibió que lo que hacía Perera tenía un gran mérito. ¿Se imaginan esta faena con el coso lleno? Hubiera sido la mundial.
Si Miguel Ángel torea así a los toros que se paran, también sabe torear por ese palo del toreo de trazo largo y cintura rota cuando un toro embiste con boyantía. No se me olvida una faena que hizo en Quito a un bravo toro de Huagrahuasi, bajo el sol y la ligera llovizna que caía, en medio de ese peculiar y contrastante clima de la maravillosa capital del Ecuador, en la que toreó con un empaque y una largueza de lujo.
Pero esta tarde en La México había que evocar a Ojeda, y sacar a relucir todos los recursos de una tauromaquia maciza, revolucionaria, de la que Miguel Ángel es el mejor alumno y el más avanzado exponente.
Al lado de aquella demostración de aguante, seguridad y poderío, no supieron a casi nada las actuaciones de Manolo Mejía y José Mauricio, que no están capacitados para sacar provecho a toros parados. Y es normal, porque hacer lo que hizo Miguel Ángel es casi imposible. Ambos pasaron inadvertidos.
Perera cuando un toro no se mueve, sólo muy pocas figuras han sido capaces de hacer, entre ellos ese monstruo que fue Paco Ojeda al que hoy, el torero extremeño, rindió un homenaje, en una plaza y con un toro, donde el de Sanlúcar, seguramente, le hubiese gustado triunfar.