Tauromaquia: Pamplona, la fiesta sin mexicanos
Lunes, 08 Jul 2013
Puebla, Pue.
Horacio Reiba | Opinión
La columna de este lunes en La Jornada de Oriente
La cita con San Fermín se abrió el pasado viernes, con una buena novillada de El Parralejo que terminó con Posada de Maravillas en hombros, pese a que el toreo mayor lo había bordado con el quinto Rafael Cerro, en faena modelo de temple y armonía que luego emborronó con la espada hasta escuchar dos avisos. Pero si esa tarde la plaza casi se llenó, a partir del sábado –festejo de rejones y puerta grande para de Hermoso de Mendoza y Sergio Galán– las entradas son, como cada año, prácticamente inconseguibles. A pesar de que 2013 está resultando aciago para la economía de la fiesta, a tono con la crisis que azota a la península ibérica.
El proverbial taquillazo sanferminero, en un año en que incluso San Isidro ha experimentado un bajón en la asistencia de público, no se debe precisamente al reclamo de la cartelería; obedece más bien a esa inercia que ha convertido a Pamplona en una cita internacional sin paralelo en el mundo. El gancho infalible es el muy publicitado recorrido callejero de cada mañana, que pone a una multitud de corredores en contacto –caliente , directo, brutal– con los arrogantes astados que se lidian por la tarde.
Pero esta tradición, cuya antigüedad data de 1922, no sería lo que es –imán para extranjeros y nacionales ávidos de emociones –sin la novela de Ernest Hemingway The son also rise ("Fiesta" en su versión castellana), publicada en 1927 y origen de la invasión anual de la usualmente tranquila y conservadora capital de Navarra, cuyos cuartos de hotel se agotan con meses y a veces años de anticipación, razón por la cual el grueso del turismo duerme en parques y campamentos que convierten la ciudad en un pandemonium y dan a las ambulancias y paramédicos casi tanto trabajo como a restauranteros y expendedores de bebidas alcohólicas, que en la semana de San Fermín se multiplican hasta el infinito.
¿Y qué fue de los mexicanos?
Al júbilo que acarreó la inusual explosión de triunfos y orejas de nuestros toreros en la gran mostra taurina de mayo-junio en Madrid, lo ha seguido el silencio más espeso. ¿Dónde están, dónde quedaron Diego Silveti, Arturo Saldívar, Sergio Flores y, sobre todo, Joselito Adame, cuya torería y decisión sacudiera a la cátedra madrileña como hacía mucho no se veía? No en los carteles de las ferias importantes de la temporada española. Ni siquiera en los de plazas menores. Simplemente, su efecto se evaporó. Si es que llegara a existir alguno. No sé por qué tiendo a recordar lo que esta columna sostuvo antes de San Isidro: que el mexicanismo de Taurodelta era más aparente que real.
Y ni hablar de las restantes empresas españolas. En los diez carteles que integran el actual ciclo pamplonica figuran cinco espadas con dos festejos por coleta (El Juli, Juan José Padilla, Iván Fandiño, David Mora y Jiménez Fortes) y los restantes puestos se repartieron otros 14 matadores, tres novilleros y tres rejoneadores. Ninguno mexicano.
Las huellas de la tauromaquia azteca
Y sin embargo, a lo largo del tiempo, Pamplona fue más de una vez escenario propicio para que diestros llegados de México arrancaran estentóreos olés, a los acordes de las bandas, a los normalmente festivos y dispersos navarros. Triunfos resonantes obtuvieron ahí Fermín Espinosa "Armillita", Carlos Arruza, Carlos Vera "Cañitas", Joselito Huerta, Curro Rivera y Jorge Gutiérrez. Inclusive, el tlaxcalteca Jorge Aguilar recordaba, ya próximo a morir, su faena de los sanfermines de 1952 con "Voluntario", de Atanasio Fernández, como una de las mejores de su vida. Y otro tanto Mariano Ramos, que nunca olvidó su faenón de orejas a un bravísimo ejemplar de Martínez Elizondo el 9 de julio de 1974.
Más cerca en el tiempo, está la hazaña de Zotoluco, que el 12 de julio de 2002 desorejó a dos imponentes miureños imponentes, y el picador juarense Efrén Acosta puso cátedra garrocha en mano. Esa tarde, Juan José padilla recibió, en el cuello y al entrar a matar, una de las cornadas más graves de su pundonorosa carrera. Mientras operaban urgentemente al jerezano, la parafernalia de bandas y peñas paseaba en hombros a Eulalio, vestido de tabaco y oro.
El par de Pamplona
Capítulo aparte merece el par de banderillas que, captado magistralmente por el fotógrafo Rodero, daría origen a la célebre fotografía del leonés Rodolfo Gaona reunido en los medios con "Cigarrito", de Concha y Sierra, en una escena de suprema elegancia e increíble ajuste. Aquel año de 1915, Joselito El Gallo, factótum del toreo de su tiempo, vetó a Gaona de Madrid y Sevilla pero no pudo eludirlo en Pamplona: era el 8 de julio y a "Cigarrito" –que no "Rodillero" ni del Marqués de Saltillo, como al paso del tiempo se propaló– le tocó abrir plaza; tras ese segundo tercio inolvidable, el Indio le cortó al de Concha y Sierra la única oreja de la tarde. Alternaba con Serafín Vigiola "Torquito" y José Gómez “Gallito Chico”.
Corrió el tiempo. Y durante la primera mitad de la década del 30, la empresa pamplonica adquirió la costumbre de anunciar a Armillita Chico, el coloso de Saltillo, cada 7 de julio, aprovechando el enorme cartel de que allí disfrutaba el maestro Fermín para hacer coincidir su onomástico con el del santo patrono de la capital de Navarra. Para entonces, la escalofriante escena del encierro mañanero era ya costumbre implantada.
Milenaria tradición
Pese al carácter de suceso excepcional que se atribuye a la anual fiesta pamplonica, lo cierto es que las tauromaquias populares, comúnmente callejeras, se reproducen desde tiempo inmemorial a lo largo y ancho de la península ibérica –España y Portugal– y también del mediodía francés, donde aún hoy se encuentran fuertemente arraigadas. Al lado de esta herencia de siglos poco tiene que hacer su más reciente versión mexicana –Huamantla o San Miguel de Allende, donde ya no se practican–, nacidas más con intencionalidad turística y huérfanas del matiz que da su mayor singularidad a Pamplona, pues mientras aquí y en otras partes se emplean reses de desecho y el jaleo callejero se prolonga por horas, los sanfermines lanzar a la calle cada mañana a los toros de la corrida vespertina, que recorren en tromba los ochocientos metros que separan los corrales del Gas del coso taurino mezclados con centenares de lugareños y foráneos que, armados de valor y a cuerpo limpio, acompañan al hato hasta el ruedo mismo, donde expertos capeadores conducen a los toros a la misma puerta de chiqueros que horas más tarde recorrerán en sentido inverso, para ofrendar sus vidas en aras del toreo, la moderna tauromaquia española.
Un público muy peculiar
Para numerosos taurinos y sabihondos, opinión últimamente compartida por algunas figuras de fuste, la de Pamplona es una plaza poco entendida y nada respetuosa con los toreros, pues mientras éstos se juegan la vida ante morlacos de impresionante trapío, la gente del lugar –vestidos todos de blanco, pañuelo rojo al cuello– se dedica a cantar, bailar, comer y beber contagiando su alegría al turismo y compartiendo con ellos riquísimas viandas y tinto de la región. En ese ambiente festivo, se dice, lo usual es que triunfen el tremendismo y la espectacularidad, y sólo excepcionalmente el buen toreo.
Y sin embargo, a lo largo de la historia, Pamplona ha sido escenario de verdaderas gestas taurinas, y acogió con beneplácito a todas las figuras importantes del universo taurino, fueran o no españoles. Como quedó dicho anteriormente, allí fueron ídolos lo mismo Joselito y Belmonte que Gaona, Armilla y Zotoluco. Y un 10 de julio, en Pamplona, cobró Manolete el último rabo de su vida, cinco años antes de que El Ranchero Aguilar cuajara con "Voluntario", de Atanasio Fernández, la faena de su vida, superior, según él mismo, a las de "Montero" y "Bogoteño"; y fue Pamplona la plaza que con mayor virulencia y humor rechazó a El Cordobés, despidiéndolo de los sanfermines de 1965 con histórica cojiniza, en contraste con la veneración que han suscitado allí artistas de la talla de Ordóñez, Camino, El Viti o José Tomás.
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