Ruedo: Rechazo al Twitter
Miércoles, 04 Jul 2012
México, D.F.
Heriberto Murrieta | Récord
La columna de este martes
Después de una corta experiencia, el 2 de marzo pasado cerré mi cuenta de Twitter. Aprovecho para recalcar que las cuentas que siguen abiertas bajo mi nombre tanto en la famosa aplicación del pajarito azul como en Facebook, son completamente falsas.
Perdonen por hablar en primera persona pero no puede ser de otra manera: se trata de una experiencia personal que deseo compartir con ustedes. Me costó trabajo tomar la decisión. Algo bueno debe tener este invento cibernético –reflexionaba– desde el momento en que hombres a los que admiro como Juan Villoro o Roberto Gómez Junco lo utilizan para comunicarse.
Es verdad que Twitter sirve como herramienta de información. El propietario de una cuenta puede enterarse de noticias o darlas a conocer. Y de noticias está sediento siempre el periodista. En cuestión de segundos, la información se desparrama entre todos los llamados "seguidores" de una persona o personaje gracias a la asombrosa inmediatez de este medio, que nos ha hecho olvidar la que ahora parece antiquísima costumbre de esperar el noticiero nocturno o el periódico del día siguiente para saber qué pasó la víspera en México y el resto del mundo, lo cual, entre paréntesis, puede restar frescura, mas no interés, a los programas televisivos de información y los diarios impresos.
Gracias a Twitter me enteré de noticias taurinas valiosas para mi profesión. Asimismo di a conocer noticias y no puedo negar que sentí prisa por enviar un "tuit" con algo novedoso, porque para un periodista siempre es importante soltar la información primero que los demás. Nos gusta ganar la nota porque esa ganancia nos posiciona y nos da credibilidad ante el auditorio.
Durante mi breve estadía en ese medio, recibí observaciones, sugerencias y críticas muy atentas y útiles. "Sonny" Alarcón decía que en la calle siempre hay alguien que sabe más que uno, y tenía razón. También me llegaron elogios que –cómo negarlo – resultaban estimulantes y me ponían de buen humor. En fin, lo más positivo del Twitter (quizá lo único positivo) es que resulta provechoso para alguien como este redactor, que pretende estar enterado y enterar.
Miles de personas tuvieron la amabilidad de seguirme y se los agradezco de todo corazón. Encontré, por supuesto, gente inteligente que sabe discernir. Sin embargo, salvo el ya expresado beneficio de recibir información, puedo asegurar que la experiencia no aporta mayor cosa ni resulta enriquecedora. Pocas ideas, pobre nivel, poca sustancia y algunos insultos: el periodista convertido en carne de cañón. ¿Qué necesidad? Eso le pasa a uno por ponerse al descubierto, expuesto, "al alcance de la mano", como lo describe Joaquín López-Dóriga cuando anuncia su cuenta durante su programa de radio.
A mí no me envuelve el deseo vanidoso de acumular miles de seguidores a través de Twitter ni me interesa compartir si me voy de viaje o estoy comiéndome una pizza. Prefiero no hablar con anónimos, mantener un perfil más discreto. Cerrar una cuenta de Twitter no quiere decir que no esté abierto a la crítica, pero cuando me equivoco prefiero ser corregido por gente inteligente, no por los gamberros del mensaje corto y el cacumen igualmente corto.
Antes de cerrar la cuenta me sugerían que para no arriesgar la delgada piel, sólo escribiera mis ideas sin leer las de los seguidores, pero así se perdería el concepto de retroalimentación con el que el pajarito salió de su nido.
Contar con un chorro de "followers" puede ser un factor importante para capitalizarse comercialmente pero de ninguna manera me parece un argumento válido para ser contratado o rechazado por una empresa. Me contratarán por bueno o me echarán por malo, pero no por tener un cierto número de seguidores de dudosa cultura. Me resisto a formar parte de esa variable matemática. Eso es rating falaz, mero espejismo.
En fin, no estar en Twitter no significa no estar enterado ni desconectado del mundo. Después de todo, "el periodista no vive de Twitter, Twitter vive del periodista", como establece José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo.
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