Una corrida marcada por los detalles, con dos faenas relevantes –una de Morante y otra de Talavante- fue el saldo del comienzo de la segunda fase de la temporada tapatía, en la que, por tercera vez en los últimos años, se ofreció un cartel compuesto por dos toreros españoles y un mexicano gracias al convenio existente con la Asociación Nacional de Matadores.
Y ciertamente la combinación valía la pena, pues se trataba de toreros de sentimiento, dotados de personalidad y una expresión muy personal. Sin embargo, el escaso juego de los toros de los dos hierros –Marrón y San Isidro– se estrelló con las buenas intenciones de la terna y echó por tierra el magnífico ambiente e ilusión que había en el tendido.
La faena más vibrante la realizó Talavante al sexto, un toro precioso de San Isidrio, bajo y descolgado, que embistió despaciosamente, aunque sin demasiado fondo, a la creativa muleta del extremeño, que permanece en estado de gracia y gustándose mucho a la hora de torear.
Los estatuarios del inicio y los primeros compases del trasteo calentaron el cotarro, que había venido palideciendo conforme transcurría la tarde, y fue de esta manera, con autenticidad, como Talavante consiguió levantar el ánimo del público a lo largo de una faena en la que hubo improvisación y acoplamiento.
Los olés más sonoros se desgranaron desde lo alto del tendido con la demostración de entrega de Alejandro, que toreó con temple por ambos pitones, en un palmo, ligando sin cesar, y paladeando muletazos señeros, como la dosantina con cambio de mano que fue un portento, o esos otros adornos que hicieron estallar al público de emoción.
Cuando ya le tenía cortada una oreja de ley al toro –o quizá dos– señaló un inoportuno pinchazo. El desencanto invadió nuevamente a la gente, que terminó aplaudiendo con fuerza a Talavante, obligándolo a dar una merecida vuelta al ruedo, el premio más democrático para un torero que permanece en estado de gracia.
El extremeño se tuvo que conformar con esta muestra sincera de cariño, en una plaza donde ha ido convenciendo tarde a tarde, haciendo las cosas bien y con un gran sentido de la responsabilidad y el compromiso.
Si el toro anterior, el segundo del lote de Morante fue reservón y descastado, tanto quizá como el que enfrentó en primer término Talavante, el segundo fue un ejemplar exigente con el que el torero de La Puebla se involucró en una faena recia y artística, con unos naturales repletos de empaque y torería en los que acompañó la embestida con todo el cuerpo.
Porque el toro no fue fácil y exigía entrega para poder sacarle los muletazos por ese lado, y Morante no escatimó esfuerzo a la hora de ponerse en el sitio y se los sacó gracias a su oficio, lo que sin duda le hizo percibir la pasión que provoca su toreo, esa que ya había saboreado al abrirse de capote, cuando ejecutó unas verónicas de ensueño.
Lo demás no tuvo historia, pues el quinto de la tarde fue un toro reservón, que acudía con las manos por delante, topando, y con el que el torero andaluz decidió abreviar.
El Pana regresó a Guadalajara sin demasiadas facultades para enfrentar el toro que suele lidiarse en esta plaza, y lo cierto es que en más de una ocasión estuvo a merced de sufrir un percance, sobre todo toreando de capote, lo que alarmó a sus compañeros de cartel y demás profesionales que había en el callejón.
Y se echó en falta que estructurara un poco más la faena al que abrió plaza, un toro de Marrón que fue bueno, porque tenía nobleza y calidad, al que si acaso faltó humillar un poquito más. Con este ejemplar, El Pana hizo sus cosas, y dejó para el recuerdo un soberbió trincherazos que seguramente llevaba una dedicatoria especial para el gran maestro Humberto Peraza, al que brindó la muerte del toro.
Claro que a este veterano de los ruedos, impredecible por naturaleza, no se le puede pedir demasiado a estas alturas de su carrera, y el público comprendió que lo poco que hizo El Pana tuvo un valor, más aún luego de pasar por esas horas bajas desde hace unos cuantos meses en las que, una vez más, tocó a las puertas de la muerte.
En el cuarto, Rodolfo anduvo a la deriva delante de un toro reservón y le pitaron, y con el séptimo, flojo y deslucido, apenas y pudo dejar constancia de sus ganas de querer congraciarse con la afición tapatía, que minutos antes le había recriminado con mucho coraje el hecho de no haber permitido saludar a Gustavo Campos, banderillero de su cuadrilla que había estado francamente bien –con los palos y el capote– durante toda la lidia.
El público abandonó la plaza con ese sabor agridulce que dejan las tardes en las que se esfuma el triunfo, y también con la reflexión de que urge que los apoderados y veedores de las figuras den un seguimiento puntual al juego de otras ganaderías que, posiblemente, puedan brindar más y mejor juego en aras de retomar la esencia de este maravilloso espectáculo.