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Crónica Reciente

Cuando un torero deja huella nunca se olvida
Viernes, 10 Abr 2009 | Texcoco, Edomex.
Fuente: Juan Antonio de Labra / Enviado
       

Me topé con Ignacio Garibay en el patio de cuadrillas y estaba sereno, sonriente y despejado, mientras conversaba con su amigo, el matador Alfredo Gutiérrez; tras saludarlo y desearle suerte, me reclamó de manera amistosa:

–No te vi en la corrida del jueves pasado.

–A esa corrida no pude venir, pero me han comentado varios profesionales que estuviste muy bien  –contesté sin ningún ánimo de dar coba.

–Sí –me dijo con humildad– estuve a gusto con un toro de Pepe Garfias.

–Pues me la perdí, mi Nacho. Y hasta ahora no he podido verte en lo que va de feria –le contesté.

–¿Cómo que no me has visto si vine aquí a la primera, con Hermoso y Macías? –me dijo con cierto desencanto.
 
–No me acuerdo de esa actuación tuya –dije con franqueza mientras Alfredo se reía.

–No te lo puedo creer –apostilló Ignacio con sorpresa.

–¡Cómo estarías que ni me acuerdo! –comenté con un dejo de guasa al tiempo que Nacho esbozaba una complaciente sonrisa.

Este diálogo previo a que los toreros se liaran sus capotes de paseo, no es otra cosa sino una simpática anécdota que desemboca en la siguiente reflexión: cuando un torero deja huella, su obra de arte nunca se olvida. Y eso es lo que debe buscar cualquier persona que se considere artista: dejar huella.

Y aunque digan que no es bueno jurar –y posiblemente menos aún en Semana Santa– me atrevo a jurar que la faena que realizó Ignacio Garibay al quinto toro de la corrida, de nombre “Marrón” (en honor del presidente de los ganaderos, José Marrón Cajiga), número 39, de 490 kilos (quizá algunos menos), ya está inscrita entre mis recuerdos más gratos de aficionado.

¿Se puede torear más despacio y con más temple? No lo sé a ciencia cierta, pero esta faena de Garibay fue de una majestuosa dulzura, cargada de sentimiento, donde aprovechó la nobilísima embestida de un toro al que nadie le había explicado nunca cómo se embiste de salón.

Porque aquella conjunción fue eso: el toreo soñado, como si Nacho estuviera ensayando en el claro de Los Viveros, “para pinares, y toreros”, que recitaba el poeta granadino Manuel Benítez Carrasco.

El toro fue un dechado de calidad desde que asomó el morro por toriles. Y si no hubo demasiado acoplamiento con el capote, después de picado “Marrón” sacó a relucir la calidad que llevaba dentro, aunada a una flojedad que podía dar al traste con la obra del torero.

Torear a un toro de esta condición no es fácil. Uno: porque es preciso darle tiempo y pausa. Dos: porque resulta harto complicado templar dosificadamente hasta afianzarlo sobre la arena. Tres: porque es fácil quedarse debajo de tanta calidad, y cuatro: porque después hay que ponerle todo el sentimiento del mundo para que aquello trascienda al tendido, en virtud de que el toro tiene poca transmisión.

Esta fórmula fue la que empleó Garibay en su faena, ni más ni menos. Y así toreó en cámara lenta, pulseando milagrosamente cada embestida; rompiéndose de cintura y regusto en cada natural, en cada adorno.

Y aquella Hermana de la Caridad que era el toro, expió todos sus pecados al unísono del público, que entendió el trasteo de principio a fin y se regodeó en unos emotivos olés al desnudo compás de siguiriya que marcó Ignacio, que tuvo la añadida virtud de imprimir el mismo ritmo a toda la faena, algo que a veces ni siquiera ensayando con el toro del viento es posible.

La estocada fue rotunda, dando el pecho y atracándose de bondad –pues eso era el toro, una estampa bondadosa transfigurada en bovino– fue el estallido de júbilo a tanta comunión compartida entre el toro, el torero y el público, ese triángulo mágico sobre el que gravita el arte del toreo.

De la misma manera mató a su primero, al que dio unos lances rodilla en tierra que evocaron la figura referencial de Antonio Ordóñez (y a la foto del maravilloso momento me remito). A este toro le arrancó una oreja gracias a su nuevo tranquillo con la espada, que parece ser definitorio en la carrera de un hombre que hoy anunció sus verdaderas aspiraciones taurinas: ser, como su  tocayo, San Ignacio de Loyola, el Superior General de esta “orden religiosa” de los que se tocan con montera.

Si Garibay puso la nota de misticismo a la corrida, Zotoluco atacó con con absoluto pragmatismo. Y también cortó dos orejas y un rabo, pero de forma muy distinta. Su toreo caló en el tendido, eso es innegable, pero, ¿acaso también caló en su alma? No lo sé. Más bien parece que no, porque salió de la plaza a la muerte del cuarto, a toda prisa, rumbo al aeropuerto para subirse a un avión que le llevaría a Ciudad Juárez.

Hubiera sido muy bonito celebrarse a sí mismo, en su corrida 901, con una faena de esas que sabe hacer cuando relaja la figura y traza con naturalidad sus muletazos. Y el toro lo permitía, porque en bravura y fuerza fue el más completo de un magnífico encierro de Fernando de la Mora.

Algunos pases de vuelta entera, y una gran estocada, terminaron de calentar a la gente, que ya estaba metida en la corrida con un entusiasmo desbordante.

Valiosa sí que fue la primera parte de su faena al ejemplar que abrió plaza, al que toreó por nota hasta que mando acallar a la banda, que estaba interpretando de manera formidable “La Virgen de la Macarena”, un pasodoble muy torero, ad hoc con lo que Zotoluco estaba haciendo. ¿A quién se le ocurre mandar acallar el himno de una virgen de tanto tronío entre la gente de coleta?

Se vale, si, acaso, inmediatamente se va a profundizar con el toro; a torear reunido y con solera, ¿pero para pegar zapatillazos? Así no le encuentro ningún sentido.

En medio de estas contradicciones, sobresalió el inquebrantable tesón de Fermín Spínola, que hoy anduvo por el redondel con desparpajo y solvencia, además de estar soberbio con las banderillas delante del primer toro de su lote, otro de los ejemplares buenos del encierro, al que clavó tres pares de escándalo.

A este toro le hizo una faena sobria, estructurada y con detalles muy buenos, donde enseñó sus alcances, porque también empujó la espada con el corazón y ejecutó una soberbia estocada que le abrió la puerta grande.

Si el sexto se paró pronto y Fermín porfió sin descanso, fue tal vez porque quiso redondear la tarde, y como Garibay en el segundo de la lidia, Spínola nunca se desesperó y terminó tumbándolo de otra excelente estocada para cortar la última oreja de una función muy entretenida, porque, a final de cuentas, el toreo, como bien dijo el maestro Pepe Alameda, “es un arte católico”.

Y hoy si encaja, para calificar a Ignacio Garibay, aquella manida frase –y hasta cursi– que escribían ciertos cronistas de otra época: “Toreó como los ángeles”. Y juro que no lo olvidaré, verdá de Dios.

Ficha

Sábado 11 de abril de 2009. Octavo festejo de feria y séptima corrida. Dos tercios de entrada en tarde calurosa. 6 toros de Fernando de la Mora, de armoniosas hechuras, salvo el 1º, muy agradables y buenos en su conjunto por dóciles. Destacaron 3º, 4º y 5º por su calidad. El 3º fue premiado con arrastre lento y el 4º con vuelta al ruedo. Pesos: 550, 510, 480, 480, 490 y 468 kilos. Zotoluco (verde botella y oro): Leves palmas y dos orejas y rabo con algunas protestas. Ignacio Garibay (azul celeste y oro): Oreja y dos orejas y rabo. Fermín Spínola (obispo y oro): Dos orejas y oreja. Fernando García y Armando Ramírez banderillearon con gran soltura. Luis Miguel González destacó en varas. El ganadero Fernando de la Mora Ovando dio tres vueltas al ruedo en compañía de los toreros del cartel; dos de ellas acompañado de su nieta.

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