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"Bam Bam" o la reflexiva espiritualidad del monje

Viernes, 09 Sep 2011    México, D.F.    Juan Antonio de Labra | Foto: Archivo   
Nos comparte su experiencia en el monasterio de Argentina
Armando Ramírez "Bam bam" dejó los toros de un día para otro. Una confesión religiosa con su hermano mayor, que es sacerdote católico, le abrió insospechados horizontes. Así, sin más, el simpático banderillero de San Miguel El Alto se liberó de la presión que conlleva el toreo como él lo concebía. Entonces, decidió marcharse a un monasterio localizado en Argentina, cerca de la cordillera de los Andes, en el fin del mundo.

Después de un año de esta notable experiencia, la vida comienza a mostrarle su cara más amable. Y en medio de la soledad, rodeado de una paz reflexiva, mira su carrera taurina desde la distancia, como un camino donde el deseo de ser cada día mejor le estaba carcomiendo el alma. Por eso se alejó del embrujo que supone un vestido de torear, con el rutilante brillo de sus lentejuelas, y el egocentrismo de la vanidad tocando a diario a su puerta.

Porque aquello que había nacido como una afición, poco a poco se convirtió en una profunda pasión, y más tarde en una adicción. La droga del toreo iba más allá de todo, hasta el punto de hacerlo olvidar que tenía cuerpo. Y pudo liberarse de la ansiedad que sufría, provocada por esa violencia interior que emana del sacrificio y el esfuerzo por ser torero. Su razonamiento entró en lisa para descubrirle un mundo austero, donde la razón se antepone a cualquier impulso.

Cuando su carrera iba en ascenso, y estaba a punto de colocarse con una figura extranjera, Armando sintió el llamado de Dios. Y comenzó un nuevo capítulo de su vida, alejado de lo material; interiorizado en lo espiritual; envuelto en tres palabras que hoy profesa con absoluta devoción: pobreza, obediencia y castidad.

En días pasados, las circunstancias lo trajeron de vuelta a su tierra para reencontrarse con su familia. En su hablar se puede percibir la felicidad de sentirse pleno, no obstante que un fatal accidente de coche le arrebató a otro de sus hermanos hace unos meses.

El timbre de su voz, un tanto metálico, con ese toque de niño juguetón y despreocupado, deja entrever una inmensa alegría. Sus pensamientos encierran una atrayente verdad. Es tiempo de construir una espiritualidad sólida, que sacuda el cerebro de pensamientos materialistas y agudice las fibras del alma. Se le percibe maduro como persona, y a la vez muy emocionado con su oficio actual. Porque ser monje también conlleva el aprendizaje de una filosofía de vida.

El arduo trabajo dentro del monasterio, donde las jornadas van desde que los primeros rayos de sol asoman por detrás de la montaña nevada, hasta bien entrada la noche, tienen su recompensa en la oración y la lectura. Una celda de ocho metros cuadrados es suficiente para meditar; sentirse a solas consigo mismo. Se trata de un ejercicio cotidiano donde la mente del hombre se conecta con el alma, en la constante búsqueda de crecer como ser humano, fortalecido por la fe, en perfecto equilibrio.

La autenticidad ha sido una de las mayores virtudes de Armando. Y así como cuadraba en la cara de los toros con verdad, para clavar pares de banderillas con desbordante torería, ahora sólo tiene en su corazón la inquietud de seguir entregándose a Dios con la misma disciplina que siempre demostró a lo largo de su corta y brillante carrera taurina.


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