Dicen que las despedidas suelen ser tristes, y más aún las de los toreros de la tierra por todo aquello que conlleva el adió de un torero querido y respetado. Pero quizá la tarde del adiós de Vicente Barrera, celebrada hoy en la plaza de Valencia, la cuna de esta dinastía compuesta por abuelo y nieto del mismo nombre, no fue triste sino más bien cariñosa y sentida.
Y le tocó el toro ideal para el cometido de cortar las dos orejas y salir a hombros en su última corrida. El de Juan Pedro Domecq, de menor trapío del encierro, fue noble y dócil, y se dejó hacer una faena entonada en la zona del tercio, allá por los terrenos del tendido 10.
El trasteo comenzó con unos estatuarios ajustados y señeros, y más tarde toreó bien con la zurda. Estructuró las serias, de pocos pases, pues así obligaba el toro, cuya poca raza no le iba a alcanzar para mucho, y Vicente disfrutó el toreo, cobijado por el alienteo de su público, en este escenario donde cuajó algunos de los triunfos más significativos de su desigual carrera.
De mita de faena hacia adelante se volcó el torero y, fiel a su estilo, de espalda recta y dura, sin apenas acompañar el viaje del toro con la cintura, dio los naturales más suaves de la tarde. El entusiasmo creció cuando el valenciano se puso de rodillas en un desplante, y así dejó la figura, para dar varios muletazos de pecho rodilla en tierra que caldearon el ambiente.
Mató de una estocada entera, de buena ejecución y le entregaron dos orejas de esas que saben a gloria en una tarde tan especial.
Es cierto que al arrancarse el añadido no hubo pasiones, ni mucho menos, pero sí un sentimiento de cariño a un torero que tenía un trocito del corazón de esta gente. Y así, sonriente, feliz, se marchó tras haber toreado con sobriedad, y luego de soportar las embestidas descompuestas del toro que abrió plaza, que apensa y le dio opciones de lucir. Se fue Barrera, sí señor, con la frente en alto.
El mejor toro de la corrida, a la que faltó fondo, fue el segundo. Desde el capote anunció que iba a tener movilidad y buen estilo, y Manuel Jesús "El Cid" le plantó cara con entrega, pero sin romperse del todo. Porque el de Salteras no echó el resto, como se imponía, con su oficio y calidad, ante un toro de esta condición que le regaló treinta embestidas para formar un lío gordo.
El premio de la oreja supo a poco si consideramos que este torero tiene el rodaje y la capacidad para realizar obras de mayor calado no sólo entre el público, sino consigo mismo.
El quinto fue un toro incierto que tampoco terminó de embestir con soltura, y el El Cid le hizo una faena interesante, fácil y con recursos, que remató de pinchazo y estocada en lo alto, para recoger una ovación sobre las rayas del tercio.
Si Barrera y El Cid tuvieron cada uno un ejemplar para triunfar, Daniel Luque sorteó el peor lote de la corrida, compuesto por un primer toro noble, pero sin fuerza y carente de transmisión, y otro que se razó y terminó parándose pronto, acortando sus embestidas.
En ambos casos, Daniel trató de hacer siempre bien las cosas. Y destacó su luminoso toreo de capote, con las muñecas rotas, y las palmas de las manos mirando al sol. La farna al tercero tuvo unos detalles muy toreros, pues se gustó mucho y toreó con cadencia. Con el sexto no había mucho por hacer.
El concepto del toreo de Daniel Luque sigue siendo tan diáfano y elocuente como cuando comenzó a torear en México, siendo apenas un chiquillo de catorce años. Y sigue atesorando una gran proyección; ahora sólo falta que los toros le embistan por derecho para que pueda manifestar todo su potencial.
La tarde acabo con un sentimiento de melancolía ante la retirada de Barrera. Ahora a ver qué dicen mañana Ponce, Juli y Manzanares, en medio de un ambiente febril e ilusioando con al reaparición de José Tomás.