Semblanza: Al borde del abismo (fotos)
Miércoles, 11 May 2011
México, D.F.
Juan Antonio de Labra | Foto: Archivo
Nos dejas un recuerdo de luchador incansable
La trágica muerte de Fernando Barrera viene a recordarnos que la vida es extremadamente circunstancial, y más aún cuando se vive sumergido en la zozobra diaria de la incertidumbre, un oscuro túnel de inseguridades y miedos que acechan de manera permanente.
A Fernando lo conocí hace ya muchos años, por allá de 1995, por mediación de mi madre, que era conocida de la suya. Y como el chaval de patillas largas y sueños de gloria tenía mucha afición, de inmediato terminó infectándose aún más del llamado "mal de montera".
Porque "Fer", como le llamábamos casi todos, había intentado ser torero y desde su más tierna adolescencia atrajo el mal fario cuando una vacona de retienta le pegó una cornada en un festejos de selección que tuvo lugar en la plaza "Vicente Segura" de Pachuca.
Desde luego, como muchos otros, Fernando no tenía condición para ser torero, y de ello se dio cuenta muy pronto, así que después de solventar una infancia muy dura, solo y su alma, teniendo a su madre siempre enferma de enfisema pulmonar, abandonó el mundo de las drogas para encauzar sus estudios hasta que consiguió recibirse como licenciado en Ciencias de la Comunicación.
Porque una vez consciente de que había que arrimar el hombro en casa a costa de lo que fuera, Fernando se convirtió en una persona responsable y trabajadora, que siempre procuró el bienestar de su madre, la que un buen día, de no aguantar más su enfermedad, se le murió en los brazos.
Aquella pérdida fue terrible para "Fer", pues su mamá era el único vínculo familiar cercano con el que contaba y estaban muy unidos. A su padre, al que me presentó alguna mañana de toros en el Hotel Ancira de Monterrey, lo veía como algo anecdótico, pues lo cierto es que aquel hombre nunca estuvo a su lado en los momentos difíciles.
Y la lucha de Fernando continuó año tras año, sin encontrar un rumbo definido, aún siendo profesional y cumplidor en sus trabajos periodísticos. Su afición por los toros tuvo vaivenes y recelos, pero encontró en la fotografía y el flamenco dos aficiones que le atrajeron de manera especial, con los que quizá paliaba sus horas de soledad.
De repente, una extraña enfermedad cardiaca, lo puso grave hace un par de años, y a partir de entonces su filosofía de vida cambio de forma radical, a pesar de que ya gozaba del cariño de su pequeña hija Triana, de la que se sentía muy orgulloso.
Comenzó a realizar labores riesgosas, emulando aquellos meses en que estuvo en el Cuerpo de Rescatistas de Protección Civil, y con los que vivió pasajes intensos en distintos escenarios. Así que al cumplir 30 años no se la pensó dos veces y decidió que era momento de matar un novillo en la plaza "Nuevo Progreso" de Guadalajara. De aquel trance salió ileso de milagro, pero tremendamente feliz de haber podido darse ese gusto, como aquel otro de viajar a España y conocer en persona a Curro Romero, acudir a una novillada en La Maestranza, alternar con gitanos flamencos y vagabundear por Jerez en compañía de Armando Ramírez "El Bam bam".
Su fascinación por los gitanos era tal que a veces salpicaba sus crónicas de palabrejas del caló. Disfrutaba mucho de los toreros con pellizco, o aquellos que tuvieran reminiscencias antiguas en sus gestos o ademanes. Se identificaba con esa forma añeja de expresión.
En los últimos meses tuvo otro grave accidente cuando un camión estuvo a punto de partirlo en dos al apagarse el motor del coche que conducía, y con cierta gracia comentaba que lo había salvado ser chaparrito. Antes, hace ya algunos años, había sufrido una fractura al ser arrollado por un coche, de tal forma que los quirófanos no le quitaban el sueño.
Acostumbrado a andar en la brega cotidiana, aferrándose a la vida con esas pequeñas alegrías que daban sentido a su sensibilidad para la fotografía, Fernando seguía sin encontrarse a sí mismo. Pero sabía ocultar sus miserias y tendía la mano franca siempre que se necesitaba. No solía quejarse, sino muy de vez en cuando, y sólo delante de sus íntimos.
La última cornada se la dio una vaca de desvieje en una pachanga organizada por una preparatoria en un lienzo charro. Un costurón le atravesaba el muslo izquierdo de lado a lado, y eso era algo a lo que él no daba importancia alguna, a pesar de que anduvo con muletas durante varias semanas.
La última vez que lo vi fue el 27 de marzo, con motivo del debut de Diego Ventura en Guadalajara. Comimos juntos en un restaurante de mariscos cercano a la plaza, en compañía del joven estudiante de comunicación Emilio Ochoa. Conversamos animadamente de la dureza de esta profesión y lo mal pagada que estaba, y brindamos con una cerveza por los tiempos mejores.
Ahora que me han contado su muerte, me parece que se trata de una pesadilla, aunque creo que sí tenía una razón para marcharse de este mundo. Estaba inmerso en ese drama personal tan profundo, como el que vivieron en su hora Juan Belmonte, Nimeño o David Silveti, y al final tuvo un significado, el de dejar una huella más honda entre sus amigos... y dar la nota. Triste nota, por supuesto, que hoy nos toca redactar, al tiempo que le guiñamos un ojo a "Fer" y miramos hacia adelante con esperanza.
Adiós, querido amigo, y fiel compañero de labores informativas. Te vamos a echar de menos porque aquí nos dejas tu recuerdo de luchador incansable, tú que siempre viviste al borde del abismo... con entereza y resignación.
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