Opinión: El toreo, arte dramático por excelencia
Miércoles, 20 Abr 2011
Guadalajara, Jal.
Pepe Cuéllar | Especial | Foto: Juan Pelegrín
Uno de los toros lidiados el domingo pasado en Las Ventas de Madrid
El resultado de la corrida celebrada el último domingo en la plaza de las Ventas en Madrid, corrida con motivo del Domingo de Ramos, y televisada a nuestro país, permite ratificar, por incontable ocasión, que la esencia del espectáculo taurino no gira alrededor del trapio, del peso o de la edad del toro, condiciones por supuesto no negociables y dependientes más que de reglamentos de la ética del ganadero, sino, primordial y básicamente, alrededor de su bravura, condición insita a su naturaleza pero administrada y regulada por la intervención genética de cada ganadero.
El desfile de imponentes toros, ocho para ser exactos, con uno de ellos rayando los 700 kilos y de tres hierros diferentes produjo un instantáneo pero efímero goce estético que muy pronto se convirtió en frustración. La pretensión de los ganaderos españoles -y mexicanos también en otro contexto- de cumplir su altísima responsabilidad solo en base al trapio, el peso y la edad se ha convertido repetidamente en un argumento vacuo y engañoso.
Festejos como el referido, tanto para aficionados conocedores como para la masa de publico "curioso" que acuden a la plaza ávidos de emociones, el comportamiento de los toros puede convertirse en determinado momento en fuente de animadversión hacia el propio espectáculo. Tarde llena de signos reprobables de incontenible superficialidad y desesperante irrelevancia por causa de la ausencia casi total de bravura, no deben menospreciarse; no atenderlos equivale en cierta medida a promover la cultura de la falsedad. No es ante tal descastamiento como se acata el sentido primigenio del toreo: crear arte ante el inminente peligro. Meta que ni remotamente pudieron haber alcanzado Víctor Puerto, Serafín Marín y Javier Cortes.
Si bien habrá que reconocer la innegable ruta del temple del espectáculo, lograda sobre todo en los últimos cincuenta años época en la que se ha privilegiado la belleza estética de cada suerte del toreo, belleza tejida con los hilos de las sedas de los toreros artistas, es indiscutible que esta belleza no debe darse solo a condición de que el toro aparezca sin pizca de bravura, lo anterior significa alejarse del postulado básico del toreo: arte dramático por excelencia.
Una verdadera tarde de toros es aquella en la que se mantiene el asombro que produce el poder de la inteligencia sobre la fuerza bruta; el toro bravo reta la valentía del torero pero mas que nada reta al cerebro y al corazón del diestro. Sin bravura en el ruedo se anula la posibilidad de que una vez superado el trance del dominio del hombre sobre la bestia aparezca el genio del espíritu que da paso a la creación artística.
El asunto no parece de pronta y fácil solución, ahora se comprueba el porque de la admiración hacia las condiciones del toro mexicano, no de aquel que anovillado se presta a mil monerías, sino el toro que unos cuantos criadores del campo bravo mexicano han decidido presentar con todas sus condiciones intactas y dignas.
El toro bravo es un misterio incluso difícil de traducir en palabras o dígame usted sino: a la fiereza, nobleza; a la emotividad, templanza; al poderío, la clase, a la fuerza, el ritmo; en fin el toro debe bravo es un portento que va de lo invisible, su crianza, a lo visible, su juego en la plaza. Por lo pronto, señores ganaderos de todo el mundo a privilegiar la bravura para evitar que tengamos un espectáculo que apunte a la extinción, en el nombre del toro y del torero y del público, amén.
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