Ya no se suele usar sombrero a diario, como se llevaba en los años gloriosos de la época de oro del toreo. Sin embargo, hoy, más de algún buen aficionado, se hubiese destocado delante de Arturo Saldívar, y en la vuelta al ruedo le rendiría honores para decirle: ¡Saldívar, chapó! Qué tarde tan buena y torera echó hoy en Aguascalientes, donde cortó dos orejas y salió a hombros con todas las de la ley.
Y es que desde que se abrió de capote, hasta la estocada al toro del triunfo, Saldívar pisó con mucha autoridad el ruedo de la monumental de su tierra, seguro de sí mismo, con el brillo de la ilusión en la mirada, y esa mentalización del que sabe que tiene raza y no quiere dejar ganar la pelea en el ruedo ni en los despachos.
Así que con esta actuación seguramente regresará pronto a este coso, aquí donde, por derecho propio, ha tenido otros triunfos importantes a lo largo de los años, al que se viene a sumar el de esta tarde en la que dio la impresión de haber recordado su sólida formación en España, de la mano de Juan Cubero y Antonio Pedrosa, con el apoyo de Julio Esponda, que hoy hubiera estado muy orondo y rebosante de felicidad, convencido de que aquel magnífico sueño de Tauromagia Mexicana sí que valió la pena.
Si la valiente faena al primer toro de su lote, tan flojo como dócil, había tenido mucho pulso a pesar del viento, algo que no es fácil de conseguir en el toreo, la del quinto, de nombre "Surrealismo Geométrico", en honor del pintor Rafael Sánchez de Icaza, rayó a gran nivel a pesar de que el toro de San Isidro no acabó de humillar.
Pero esas nobilísimas embestidas en manos de Saldívar fueron caricia, con unos naturales tersos, sentidos, girando en los talones, así como esas eternas dosantinas en las que se enroscó al toro por la faja toreando con precisión, largueza y ritmo. Y las dos increíbles arrucinas ligadas en un palmo, impecables por ceñidas y artísticas. Vamos, todo un lujo en el toreo fundamental y también en los adornos, alentado por un público que no tardó en comprender que aquel torero venía a dar de qué hablar. Y vaya que lo consiguió.
Una estocada perpendicular, casi entera, fue suficiente para rematar una faena inventada al calor de la entrega, que en su primer toro se había traducido en una fea voltereta de la que se levantó para volver a expresarse sin cortapisa, libre y decidido como en sus mejores días, y con la ilusión de querer reverdecer viejos lauros.
La vuelta al ruedo fue lenta, saboreada, bebiendo de las botas de vino que le arrojaron, convencido de que, después de sobreponerse a la adversidad, con menos contratos que en otros años, ahí había un torero ansioso de volver a estar en candelero... pero con irrefutables argumentos.
Motivado por el buen momento que atraviesa, y consciente de que le urge un triunfo que llame la atención, Fermín Espinosa "Armillita" no se quiso quedar atrás y tuvo que hacer un gran esfuerzo por agradar y convencer delante de un lote deslucido y flojo a decir basta. Pero se tuvo fe, y se puso en el sitio con arrojo, siempre bien colocado para ver si, en algún momento dado, conseguía robarle, literalmente, algún detalle de calidad a sus toros, y así fue como logró trazar muletazos sueltos de esa calidad tan propia de su distinguida dinastía.
En ambos casos hizo faenas estructuradas y concisas, con un excelente concepto de lo que es el toreo, y dio muletazos ejecutados con verticalidad, tocados de una elegante naturalidad, que le valieron escuchar sonoros olés, los del público que sabe que la sangre llama y es posible que más de alguno viera en su toreo, la reminiscencia de su padre o de su tío Miguel, quien había hecho de ésta, su plaza.
Al tercer de la tarde lo pinchó en una ocasión, pero acto seguido le recetó una buena estocada, a toma y daca, en la que sacó roto el delantero de la taleguilla a la altura de la ingle derecha, mientras que al sexto lo tumbó de un a estocada como mandan los cánones, a pesar de que el toro le echó la cara arriba de forma peligrosa.
Lástima que no tuvo toros Fermín, pero ahí queda su carácter y deseos de que, de una vez por todas, le embista un toro para que la gente pueda apreciar todo en lo que ha venido concentrándose en años recientes.
La despedida de Fernando Robleño, que regresaba a esta plaza tras la oreja que cortó el año anterior, tenía su toque nostálgico, no obstante que es un torero que ha tenido escasas incursiones en ruedos mexicanos. A pesar de ello, siempre será grato ver torear a un torero tan honrado que tiene el oficio muy bien aprendido, y que a lo largo de su brillante trayectoria ha tenido que zumbarse toros descomunales de distintos encaste, varios de los cuales lo han puesto en predicamento y otros –los bravos, que a veces salen en las ganaderías con etiqueta de "duras"– también ha sabido cuajar a placer.
Hoy enfrentó toros de esos que aportan poca emoción, y Robleño tuvo que poner esa chispa en una tarde de menos a más, con un cuarto toro al que toreó con clasicismo y regusto en el tercio, frente a toriles, y otro más de regalo, de la divisa de Peñalba, al que consintió hasta el final.
Y es que ese toro remató en un burladero y se acalambró, comenzó a embestir arrastrando de continuo el cuarto posterior, en medio del desencanto del público, que estaba molesto cuando la autoridad anunció, por la megafonía de la plaza, que al tratarse de un toro de obsequió no se podía cambiar por otro.
Al final, a base de suavidad y mimo, Robleño lo convenció de embestir y el defecto que tenía el toro acabó por disminuir notablemente, y una vez puesta su preclara cabeza a lidiar, fue capaz de torear con regusto en un trasteo que agradó a la gente, que lo despidió con una ovacionada vuelta al ruedo, tras haber fallado con la espada.
Ojalá que este año de su despedida en plazas de España y Francia, Robleño se marche satisfecho del deber cumplido; de haber sido un hombre tenaz que nunca desfalleció ni siquiera con las tardes aciagas, cuando tuvo que apechugar con toros que superaban con creces su menuda estatura, el de un torero madrileño por los cuatro costados, ortodoxo y muy valiente, con un corazón enorme y una refinada sinceridad en su forma de afrontar la vida y transitar por ella con la cara en alto.