De no ser por la afición de los espadas en el cartel hubiésemos tenido en la Nuevo Progreso una tarde para el olvido. Sin embargo, la madurez de Juan Pablo Sánchez, el compromiso consigo de Diego Silveti y el arte a flor de piel del sevillano Juan Ortega sacaron a flote una tarde que el encierro terciado, blando y soso, aunque con nobleza, trapío en algunos ejemplares, y algunos detalles de calidad de Pozo Hondo, llevaba al fondo del abismo.
El triunfo del aguascalentense Juan Pablo Sánchez, no es casual. Hoy estuvo fincado en dos valores que posee el pupilo de don Ricardo: temple y madurez, fincados en el valor sereno.
Por meritoria, me quedo con la faena al cuarto de la tarde, segundo de su lote. Turrón de nombre: un toro ensabanado, botinero, careto, bonito de estampa, veleto de cuerna, ligero de carnes, cuya faena brindó al maestro César Rincón, a quien la plaza ovacionó con respeto.
Nada fácil era el morito. Falto de fuerza, se paraba a media suerte y luego reculaba retando a Sánchez. Al comienzo de la faena de muleta lo dominó por bajo con una rodilla flexionada, para ya en los medios, torearlo con temple y ritmo lento por derecha aguantándole horrores. En serio luego le tragó cuando reculaba para probar al torero. Abrochó Juan Pablo el trasteo con toreo por la cara y desplantes de dominio que los tapatíos aplaudieron con emoción. Se fue muy por derecho para llevar la segunda oreja a su espuerta.
La oreja de su primero fue cortada con base al reconocido toreo templado y poderoso del aguascalentense, a un toro que, si bien limitado de fuerza, fue el que tuvo mayores posibilidades y a fe buena que el espada las capitalizó ampliamente. Sepultó una entere algo tendida pero muy eficaz y consiguió triunfar.
El de Irapuato, Diego Silveti estuvo entregado en su lote. Si bien sus dos enemigos no tuvieron, por falta de fuerza y emotividad, las condiciones para realizar faenas de calado, Silveti no escatimó esfuerzos para complacer a la exigente parroquia tapatía. Si acaso a forma de mención, se empeña en matar recibiendo a toros que ya perdieron el motor para embestir en la suerte suprema.
En el caso del sevillano Juan Ortega, torero a quien muchos querían conocerle, no quedaron decepcionados. Al contrario. A través de su actuación, nos obsequió destellos luminosos que fuerte calaron en el gusto de los tendidos de la Nuevo Progreso. Con base en esa luminosidad, templanza y sabor fue que la plaza entera le exigió un trofeo al palco de la Autoridad, quienes, con afición y cumplimiento del Reglamento, por la unánime petición otorgaron la bien ganada oreja, a pesar de que el puntillero levantó al moribundo toro.
El segundo de su lote, la verdad sea dicha, se derrumbaba en la arena. Ortega le echó valor y enganchó al público a su trasteo. Bien. Seguramente los tapatíos quedaron con el deseo de verlo anunciado otra vez.