Escribo recién desembarcado de La Pacanda, un humilde pueblito que forma parte del conjunto de islas ubicadas en la zona central del lago de Pátzcuaro, que comprende Janitzio, Yunuén y Tecuena. Venimos a observar cómo los lugareños celebran el Día de Muertos.
La muerte, a pesar de ser lo más vulgar –lo único inevitable–, provoca sentimientos intensos. Dolor, pero también esperanza. Octavio Paz dice que el amor no vence a la muerte, pero la integra en la vida: "La muerte de la persona querida confirma nuestra convicción: somos tiempo, nada dura y vivir es un continuo separarse; al mismo tiempo en la muerte cesa el tiempo y la separación".
El Día de Muertos es una ceremonia mestiza, una mezcla de celebraciones paganas, reminiscencias de prácticas prehispánicas y tradiciones católicas, en la que los vivos y los muertos conviven y se reconocen. En la zona lacustre tiene una particular significancia debido a su profundo sincretismo, donde las culturas se entrelazan, formando un vínculo atemporal.
Fue a esta región a la que llegó el fraile Vasco de Quiroga. Deslumbrado por la belleza del entorno natural e influido por la Utopía de santo Tomás Moro, Vasco de Quiroga organizó una comunidad autónoma que se enriquecía de la cultura purépecha, de la disciplina franciscana y del aporte de los españoles que produjo un estilo distintivo que aún destaca por su gran colorido. A lo largo de los siglos, este sincretismo, que se ha seguido mezclando con culturas emergentes, ha dado lugar a la celebración que hoy observamos.
En La Pacanda se advierten arcos, ofrendas, velas, comida y todo lo demás relacionado con la festividad. La isla se envuelve en un manto de incienso y la luz titilante de grandes sirios que iluminan las modestas tumbas y a la comunidad reunida en reverencia. Los sepulcros son sencillos, se percibe la humildad, pero también la veneración de los lugareños a sus muertos.
En los adornos se distingue el sentimiento de las familias. Algunos se limitan a seguir la tradición colocando veladoras, cempasúchil y la comida predilecta de sus difuntos. Otros, más artistas, dejan florecer su creatividad en obras con toques distintivos que transmiten la emoción de la existencia y sirven como un puente que conecta generaciones.
Octavio Paz dice que "la muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida". El poeta ofrece una metáfora que sugiere que la muerte muestra la verdad de la existencia humana y su fugacidad.
Esta visión dual de la vida y la muerte, tan presente en la celebración de la isla de La Pacanda, no se limita a las ofrendas y velas, sino que se extiende a otras manifestaciones culturales de Michoacán. Entre estas, la tauromaquia prorrumpe como un reflejo de la misma convicción: un espacio donde la vida se confronta con la muerte en un rito cargado de simbolismo y emoción.
Hoy, entre cempasúchil y veladoras, iremos en la Monumental de Morelia a ver al sevillano Juan Ortega, al torero de la tierra Isaac Fonseca y al experimentado Joselito Adame. Para algunos de nosotros, la fiesta de los toros (esperemos que hoy salgan toros) es algo más que nuestro espectáculo favorito. Es parte de cómo veneramos a nuestros difuntos, de expresar quienes somos y de reflexionar sobre la vida y la muerte.
Para reflejar el espectáculo de velas en Pátzcuaro, el poeta michoacano Homero Aridjis dijo, "entre la noche y el día, los muertos regresan, no como sombras, sino como luces danzantes en el lago".
Observar lo que sucede en la isla de La Pacanda en el Día de Muertos y la emoción de asistir a la corrida de toros en Morelia me reafirma algo fundamental: en México, la vida y la muerte son los hilos que entrelazan nuestra identidad: una invitación a celebrar sin eufemismos la plenitud de la existencia y a honrar la memoria de quienes nos precedieron.