¡Qué importancia cobra la Fiesta cuando el toro tiene trapío! Y más todavía cuando es bravo. Por eso, las corridas de toros se seguirán llamando así: "Corridas de toros", y en dicha medida la Fiesta alcanza su mayor cuota de relevancia, sobre todo cuando los toreros que se ponen delante salen a jugársela en serio.
Eso fue lo que ocurrió hoy en la Plaza México, donde la ganadería zacatecana de Pozohondo, propiedad de la familia Alatorre Rivero, echó una corrida magnífica por donde se mire, algo poco común en estos tiempos que corren en que la sosería suele ser el común denominador de muchas divisas. Y a lo largo de las tres horas que duró la corrida, el interés del público se mantuvo de manera constante, porque el juego de los toros obligaba a no perder detalle.
Fue un encierro parejo en tipo, con toros hondos, largos, otros más reunidos –como el sexto, que era un dije– que embistieron por derecho en varas y recargaron con fuerza en los caballos, haciendo gala de poder, no muchas veces acompañado de la clase, pero, al fin y al cabo, bravos, que para eso seguirá sirviendo la suerte de varas que hoy, se interpretó con gran arrojo.
De las faenas de la tarde de este domingo, sobresalió, por su construcción, la que José Mauricio le hizo al exigente segundo, un toro que no regalaba una embestida y que terminó entregándose a la muleta de un torero maduro, que tuvo la confianza en sí mismo para saber entender lo que el de Pozohondo le pedía.
Poco a poco, el diestro capitalino lo sometió con autoridad, y un toreo rotundo, por su expresión clásica, siempre torera, hasta que la gente, y el toro, acabaron entendiendo quién mandaba en el ruedo. Así le cortó una oreja de esas que son una enorme recompensa al esfuerzo desplegado, con claridad de ideas y torería.
La entonada faena que le hizo al serio y noble cuarto, que primero saltó al ruedo queriéndose comer a todo lo que se movía en el callejón, tuvo pasajes buenos, pero lo malo fue que el viento, como casi toda la corrida, no dejó a los toreros prodigarse en los medios, terreno más propicio para torear a los toros que quieren dar pelea. De cualquier manera, José Mauricio ya se había manifestado, con ese regusto tan suyo que devuelve la ilusión a muchos buenos aficionados, porque toreros como él dejan un magnífico sabor de boca.
Si José Mauricio fue caricia en el trazo y precisión en los toques, Diego San Román fue un torbellino de arrebatado valor, dueño de una intensidad que asunta, porque se pone en ese sitio donde están las Puertas Grandes, y hoy, con un poco de suerte en el sexto, terminó por conquistar la primera en esta plaza, ante un público que gozó y sufrió con su toreo de cercanías, firmeza de plantas, y le sacó los olés de las entrañas, que es de donde salen cuando se pasa miedo en el tendido.
Mayor mérito tuvo su trasteo al tercero, un toro bajo de agujas y corto de manos que no regalaba una embestida. Si a ello sumamos el viento tan molesto que le hacía flamear la muleta, no se veía por dónde el queretano le iba a sacar provecho. Pero Diego sabe muy bien lo que anhela y hacia dónde se dirige.
Con media muleta muerta por la arena para evitar que el viento la levantara, y el corazón bien puesto, le dio muletazos de una soberbia reciedumbre, que calaron mucho en el tendido. A milímetros se pasó las embestidas del toro de Pozohondo, una y otra vez, hasta que impuso su ley y cortó una oreja con el mismo peso específico que la concedida a José Mauricio.
Ojalá ese fuera el rasero de La México, y que el criterio para conceder las orejas fuera como el que hoy empleó el juez Gilberto Ruiz Torres, que bien pudo haberse contenido de entregar la oreja del sexto a San Román, si se considera que la estocada fue trasera y perpendicular, un tanto defectuosa en colocación, y tras una faena que no tuvo la trascendencia de la primera. Pero la gente la pidió y el juez se concretó a cumplir con lo que establece el reglamento para concederla. Es lo permitió salir a hombros, luego de dar una aclamada –y muy merecida– vuelta al ruedo con los ganaderos Ramiro Alatorre, padre e hijo.
No se le puede negar a San Román que volvió a situarse donde se hace sufrir a la gente, y padecer el miedo de verlo otra vez por los aires, como sucedió en el tercero, pero tampoco que tiende a atacar demasiado pronto a los toros y los termina machacando, quizá sin comprender, por su indómito afán de triunfo, que la dosificación de los tiempos, las alturas y las pausas, son fundamentales para que los toros duren más.
Emilio de Justo hizo una primera faena muy torera por su estructura, su seguridad, y los excelentes momentos que le regaló a la gente. El extremeño toreó muy bien a la verónica, y de sus muñecas salieron los mejores lances de la jornada, cargando la suerte, acompañando con pecho y cintura, metiendo la barbilla en la pechera de la camisa y gustándose palmo a palmo.
Luego, toreó muy bien por ambos pitones, más todavía por el izquierdo, en una obra de buen acabado ante un toro noble con el que hubo acoplamiento y compás. A la hora de perfilarse para entrar a matar, tal vez no observó que el toro le había regalado las embestidas más profundas cuando acudía hacia los adentros, y lo citó en la suerte natural, hecho que derivó en un lamentable pinchazo que le arrebató la oreja que ya tenía en la espuerta.
Al segundo, viaje, en la suerte contraría, sí que pudo colocar una magnífica estocada, como la que le recetó al quinto, que tardó en doblar, habiendo parado el puntillero al toro, lo que le hizo escuchar un inmerecido segundo aviso en el preciso momento en que el toro ya había muerto.
En esa faena, el extremeño es vio un tanto crispado y quizá aupado por ver cómo el triunfo se le escapaba de las manos, en una tarde donde sus compañeros de cartel ya se le habían ido por delante. Sin embargo, su toreo gustó, y también su personalidad, pues es un torero cuyo estilo comulga bien con lo que agrada a un sector de esta plaza que hoy vivió la belleza del trapío, la emoción de la bravura, y la magia del toreo. Cuando sale el toro encastado. El que genera admiración y respeto. El que pone a todo mundo en su lugar.