En medio de un ambiente de contrastes, por una parte, debido al duelo y, por otra, a la del inesperado reencuentro de amigos de tantos años, se vivieron las primeras horas del funeral del matador
Guillermo Rondero, en la concurrida sala número 8 de la agencia funeraria J. García López de la Ciudad de México, que precisamente vienen a reflejar la riqueza humana de su atractiva personalidad.
Y si la familia de Guillermo más lejana a la Fiesta Brava mostraba una cara compungida, y no era para menos, la gente del toro puso la nota alegre para celebrar la vida de un hombre que yacía dentro de aquel mustio ataúd, con esa característica sonrisa que muchas veces navegó entre el candor y la picardía.
Ya antes de las siete de la tarde, hora anunciada para el comienzo de las exequias, por la funeraria aparecieron los primeros taurinos puntuales para despedir al amigo que tantas veces pateo aquellas calles de la colonia Juárez, ahí donde se asienta una pequeña pero significativa colonia de gitanos con los que Guillermo también tuvo trato.
En cada gesto, en cada anécdota, en cada rostro, se advertía aquel caminar recio, decidido, con el saco por encima de los hombros, de un incansable e inquieto torero retirado que nunca perdió la ocasión de ayudar a quienes así lo requerían, o inventarse cualquier excusa para conectar por aquí y allá a las personas, tal y como anoche se volvió a percibir en ese abarrotado recinto.
El primero de la fila, y quizá uno de sus amigos más íntimos, estaba ahí recién desempacado de Sevilla, donde vive desde hace varios años: Aurelio García Montoya, con toda su simpatía a cuestas, y esa voz ronca, inconfundible, para relatar que había tenido la fortuna de poder despedirse de él el viernes por la tarde, a las cinco treinta en punto, la hora de los toros.
Y así como Aurelio, que contó ese conmovedor y recientísimo recuerdo, otros muchos toreros como Alejandro Otero rememoraron sucesos vividos al lado de Guillermo, o el que apuntó Eduardo Liceaga, que afirma haber alternado, en la plaza de Puruándiro, la última vez que Memo se vistió de luces; o Germán Urueña, con el que miles de veces charlo animadamente en Los Viveros de Coyoacán, centro habitual de entrenamiento de los toreros, por el que Guillermo sentía un especial afecto.
Emmanuel, el famoso "Bola", atrajo las miradas de todo mundo cuando entró a aquella antigua casona para referir esos años mozos en que su padre, el gran Rovira, lo envió a Lima a debutar en la plaza de Acho... acompañado de Guillermo Rondero, al que más tarde, ya en su época de artista de los escenarios, Rovira pretendió contratar para asistirlo en lo que fuera necesario, hasta que, en el primer –y único– concierto juntos, allá en Guadalajara, Memo apareció casi a la hora de empezar la función porque... ¡se había ido a los toros!
Y así se fueron desgranando, una a una, las distintas anécdotas con Rondero, en un ambiente festivo, más propio de una romería que de un velorio, mismas que su viuda, la señora Mina Elizondo, vestida toda de blanco, escuchaba resignada y complacida, a la par que comentaba la ayuda que Guillermo siempre brindó a todo aquel que le solicitó cualquier cosa que estuviera al alcance de su mano.
Quizá la pequeña Miranda, hija de Guillermo, que se paseaba por la sala a hombros de su padre, no alcanzaba a comprender porqué dentro de aquella caja de madera yacía "dormido" su abuelo, que tantas fiestas le hizo, lo mismo que a Sofía, la hija de Carlos, la nieta mayor de Memo, que se quedó allá en Bogotá ya con el imborrable recuerdo de un abuelo que tanto la quiso, y a la que todavía disfrutó mucho en su reciente viaje a Colombia para festejar su decimotercer cumpleaños.
El apoyo a a sus hijos fue evidente con la presencia de aquellos amigos de juventud, a los que en la casa de la colonia Narvarte, alentó a no perder nunca de vista sus sueños, y ahí estaban Alfonso Ramírez "El Calesa", Pepe Saborit, Víctor Pastor, Iñaki Elías, José Luis Carbonell, Christian Aparicio, Alejandro Peláez... recuerdos de este "tío" Guillermo, explosivo e intenso, que a cada uno le dejó una huella imborrable.
Y entre taurinos como el publicista Carlos Quintana, cuyo padre y tíos también fueron amigos del "Güero" Rondero, pasando por la periodista Marisol Fragoso o El Pato Barroso, y otros muchos amigos, ahí se respiraba la felicidad por una vida plena, la de un hombre que se entregó con enorme pasión a los toros, porque no tuvo otra cosa en la cabeza y el corazón que esa tremenda afición, y que caminó por el mundo con una gran desenvoltura, dando así un significado especial a su existencia. Hasta siempre, matador.