Seguramente, el título de esta columna pueden habérmelo sugerido las incertidumbres y congojas de la pandemia, pero también dos imágenes mentales ligadas a la historia de la cultura universal: El Siglo de Oro de la literatura y El Siglo de las Luces o de la Ilustración. También, qué duda cabe, la fuerza de las llamadas vanguardias artísticas del siglo XX, y, en el fondo, la invencible manía de la humanidad por dividir su devenir en centurias, quizás porque en el tramo temporal de cada una de ellas caben, mal que bien, las tres o cuatro generaciones que nuestra edad individual puede alcanzar a cubrir.
Si cruciales fueron aquellos siglos famosos para el desarrollo y consolidación de la lengua española, el uno, y el viraje de los atavismos del pensamiento mágico al predominio de la racionalidad, el otro, no sería menor el ímpetu creador que trajo el siglo en que nacimos en los diversos campos del arte: pintura, poesía, narrativa, dramaturgia, arquitectura, escultura, música, danza… Y como novedades añadidas, dos primicias alumbradas en las primeras décadas del XX que irían ganando en crédito y forma al paso de los años.
Me refiero desde luego a la cinematografía, pero también, más restringida y veladamente, al toreo, cuya evolución poco tardó en invadir resueltamente el territorio de las artes mayores a su muy particular manera: oponiendo a la fuerza imaginativa, ética y estética del hombre los atributos de la materia viva a dominar, el toro de lidia con todo su poderío, casta brava y congénita fiereza, que le imponen un precio muy alto al ritual arte del toreo.
Arte tan peculiar que, para poder ser, sus cultores se ven obligados a arrostrar el riesgo inminente de, por cualquier paso mal dado, dejar de ser.
Protohistoria
A través de los milenios muchas tauromaquias ha habido, desde Asiria y su mítico culto al toro, o la de tinte político que expone Platón en el diálogo "Critias o de la Atlántida", a los brutales duelos entre hombres y bestias del circo romano, pasando por los refinadísimos vestigios cretenses descubiertos en Cnosos. Y nadie ignora lo que ha significado para España el toro como tótem primordial de su historia y su cultura. Ni el temprano traslado a sus territorios en América –siglo XVI– de las fiestas de toros y cañas a cargo de principales de la corte y la milicia, origen del mexicanísimo, campirano y aún vigente jaripeo, previo a la adopción por nuestro país de la corrida a la usanza española, a partir de 1887.
El toreo de a pie
Cuando el protagonismo pasa de los jinetes de la élite al pueblo llano, la corrida de toros empieza a convertirse en espectáculo de masas. Coinciden sus primicias con las de la ópera italiana y los conciertos de música culta, que abandonarán para siempre la privacidad palaciega para trasladarse a salas abiertas al público, de la misma manera que los toros pasaron de la plaza central de las poblaciones al coso taurino, concebido ya como una pieza arquitectónica específica. Es el tiempo de los padres fundadores –los Romeros, Costillares, Pepe-Hillo–, cuya misión concreta era dar muerte a la res luego de librar con hábil esgrima sus broncas acometidas. Pero no todo era lucha, el matador tenía que atenerse ya a unas reglas y una técnica muy precisas –la estocada recibiendo mejor que a volapié–, que con el agregado del estilo personal de cada cual empiezan a revelar un oficio cierto y un arte con todas sus consecuencias. No es de sorprender que las primeras víctimas de la fiesta murieran en trance de matar.
La corrida moderna
Ya los empeños de a pie habían cubierto más de medio siglo, entre el último tercio del XVIII y el primero del XIX, cuando el gaditano Francisco Montes "Paquiro" regula el curso del espectáculo –el orden de la lidia, la conformación de las cuadrillas, hasta el vestido de torear– para sentar las bases de la corrida como hoy la conocemos. La aspereza de los astados sigue imponiéndole el mismo carácter combativo y rudo de los principios –viene en toro: te quitas tú o te quita el toro–, pero, poco a poco, el quehacer de los diestros se irá refinando. Aunque continúa como instante culminante la suerte suprema, abundan constancias del entusiasmo despertado, hacia el último tercio del ochocientos, por los elegantes modos de Cayetano Sanz, Rafael Molina "Lagartijo" o, ya en la inminencia del XX, Antonio Fuentes, de quien Rafael Guerra "Guerrita", mandón absoluto de la época desde su extremado poderío, afirmará al retirarse: "Después de mí, naide, y después de naide, Fuentes". Y despunta en el horizonte quien va a integrar esos momentáneos halos de estética en un todo que abarque la lidia entera. Es mexicano, nació en León (estado de Guanajuato) y se llama Rodolfo Gaona Jiménez.
El Siglo de Oro del toreo
Gaona, bajo la dirección de Saturnino Frutos "Ojitos", banderillero que fue de Salvador Sánchez "Fracuelo" pero admirador del rival de éste Rafael Molina "Lagartijo", trajo a la Fiesta una cadencia que no lo abandona en ninguno de los tres tercios de la lidia, mas su escuela sigue siendo decimonónica. Hará falta que, desde la otra margen del río Guadalquivir, se descuelgue un mozo trianero sin antecedentes taurinos ni apenas conocimiento de la técnica para imponerle al toreo su carácter definitivo de arte de vanguardia. Va a ser, además, el contrapunto ideal para la suma de perfecciones representadas por José Gómez "Gallito", y entre ambos le darán forma, con el añadido de Rodolfo Gaona, a lo que aún hoy se conoce como la época de oro; duró ésta menos de un decenio pero marca el inicio del Siglo de Oro que desde hace algunos meses vengo proponiendo en charlas y conferencias.
Simbólico inicio
Como es natural, me pareció justo ponerle lugar y fecha: tercera semana del mes de octubre de 1913, cuando Madrid asistió a la alternativa de Juan Belmonte, recibida de manos del cordobés Rafael González "Machaquito" (16-10-13), y a la despedida de Ricardo Torres "Bombita" (19-10-13) llevando como alternantes a los Gallos –Rafael y José–, en tarde triunfal para el homenajeado pero, sobre todo, para el gran Joselito, de quien vox populi afirma se la tenía jurada a Ricardo debido a sus maniobras de despacho en contra de su calvo y saladísimo hermano. Poco importa que la salida en hombros múltiple de aquel domingo 19 contrastase con las continuas broncas desatadas el 16 por la pequeñez y mansedumbre del ganado: la retirada casi simultánea del "Bomba" y "Machaco" pone fin a una época y, aunque el calendario diga otra cosa, la dupla José-Juan inaugura la época más radiante del toreo.
El de su entronización como arte de vanguardia. Un Siglo de Oro con todas sus consecuencias.
Espléndido devenir
Aunque la pasión de los aficionados y la crónica general de la fiesta den por concluida la edad de oro con la trágica muerte de Joselito "El Gallo" (Talavera de la Reina, 16.05.20), el toreo va a entrar en una acelerada espiral ascendente que alumbró, en menos de un decenio, la moderna faena en redondo, de la mano del arte luminoso de Manuel Jiménez "Chicuelo", la magia gitana de Joaquín Rodríguez "Cagancho" y Rafael Vega de los Reyes "Gitanillo de Triana", y la no menos asombrosa de Cayetano Ordóñez "Niño de la Palma", Félix Rodríguez o Victoriano de la Serna o, al otro lado del Atlántico, del "Orfebre Tapatío", Pepe Ortiz, máximo creador con el capote en las manos.
Y no tardarán en aparecer dos colosos llamados Fermín Espinosa "Armillita" y Domingo Ortega, paradigmas de la maestría, y artistas tan personales como Alberto Balderas, Jesús Solórzano Dávalos, Luis Castro "El Soldado" y, sobre todo, Lorenzo Garza, mexicanos los cuatro y que, con Armillita y Ortiz, y más tarde Silverio Pérez y Carlos Arruza, darán esplendor y legitimidad a otra época de oro, esta vez en tierras del Anáhuac.
Lo que sigue es la historia de un continuo perfeccionamiento del arte en ambos continentes. Imposible desconocer el papel central protagonizado por los criadores de bravo, ya que sin la continua afinación de la toreabilidad y la nobleza, mediante empadres perfectamente controlados, la evolución del toreo no habría sido factible. Aunque tampoco sobrevive si, en ese empeño, se rebasa la línea de la sensatez y se mata la emoción del riesgo, atributo indispensable para que el arte de torear cobre autenticidad y sentido.
La enunciación de etapas, nombres y circunstancias haría interminable esta exposición de la argumentación motivo de la presente columna, que no es otra que ofrecer a la consideración del lector las razones por las cuales se puede hablar del Siglo de Oro del Toreo no como mera ocurrencia, sino como un hecho cultural perfectamente constatable.
Restaría desear que no sea la pandemia del Covid 19 lo que le ponga punto final. Sobre todo porque la baraja taurina actual reúne algunos de los cultores más destacados del arte de la lidia, comparables con los mejores entre las docenas de ellos surgidos a lo largo de poco más de cien años, durante los cuales la poética del toreo ha merecido codearse con las bellas artes oficialmente consagradas como tales.