Qué difícil ha sido ver morir a un amigo tan íntimo. Más aún si se trataba de un hombre entusiasta, jovial, auténtico, capaz de transmitir esa chispa a cada uno de los actos de su vida. Ver apagarse lentamente esa intensa llama fue muy doloroso. Y frustrante, a la misma vez. Porque cuando ese final se anuncia desde semanas antes, ya solo es cuestión de tiempo. De una angustiosa espera cuya conclusión es irremediable.
Nacer y morir. Dos palabras de escasas cinco letras que encierran una existencia. "Todo tiene un principio y un final", me dijiste hace unos días en tu lecho de muerte. Y, serenamente, añadiste: "Hasta aquí llegué, Juan". En esa frase lapidaria habitaba una verdad inexorable; una verdad rotunda y dramática; una verdad de la que eras consciente tal y como lo fuiste siempre, querido Antonio Vega, a lo largo de una vida tocada de una rebeldía un tanto vanidosa, por momentos irreverente y hasta provocativa, aquella que a los 43 años te llevó a elegir tu camino: ser torero, la vereda arbolada que te aportó muchas satisfacciones, pero que también, en el aspecto familiar, te deparó diversos sinsabores.
Y lo asumiste con entereza, siendo congruente con tus sueños, y así fue como te diseñaste un estilo de vida a la medida de tus gustos, que se inspiraba en esos placeres mundanos que reconfortan a los hedonistas más refinados, aquellos que encuentran gozo en las cosas sencillas, las que están cargadas de un austero sentimiento humanista.
Por eso, desde niño, los toros fueron para ti una enorme recompensa, y lo que esa forma de vida, la de ser torero, te reportó a lo largo de esos años en los que no te importó lo que dijeran de ti. Porque nunca te hicieron mella esas saetas envenenadas, que tú sabías bien que procedían de la envidia de los que, a veces, no se atreven a dar ningún paso adelante, dejando atrás cualquier atadura, como lo hiciste tú, para trascender lo preestablecido por esa sociedad hipócrita, materialista y fatua, que tanto te desagradaba.
Así fue como navegaste en esa fascinante aventura de ser torero, la que te hizo demostrarte a ti mismo que podías enfrentar retos nuevos, diferentes, como fue aprender a bailar tango, esa rancia expresión musical que te permitió fluir más allá de las conversaciones tan tuyas, por vehementes, gratamente reiterativas, en las que te regodeabas como un ameno charlista; como un ser humano repleto de vivencias y sensaciones que te hacían vibrar nuevamente con cada anécdota, cada recuerdo.
En medio de esa incesante algarabía, te encantaba llegar a un prudente punto de equilibrio en tus relaciones humanas, más si se trataba del género femenino, del que fuiste un febril apasionado, siempre ávido de jugar al amor, donde te entretenías en sus intricados laberintos a sabiendas de que no te llevarían a ninguna parte. Sin embargo, no podías engañar, ni engañarte, aunque de cierta manera te reconfortaba vivir inmerso en esa curiosa fantasía.
Te gustaba reconocerte como "Silverista, Larista y Guadalupano". Me consta que el toreo de pureza llenaba tu exigente paladar, así como tu fervor por las canciones del maestro Agustín, al que todavía viste tocar su piano de cola rodeado de sus musas, con el mismo fervor por una Virgen, la de los mexicanos, que llevaste colgada a tu cuello en la medallita que te regaló la gran Consuelito Velázquez como agradecimiento del brindis de una faena en la plaza de Huamantla.
De todo eso, y mucho más podríamos hablar durante horas, en tu casa o en la carretera, en el campo bravo o la plaza, solos o acompañados, pero también de tenis o pelota vasca, de la que viste jugar a las figuras de varias generaciones a las que admiraste más cuando se trataba de jugadores de precisión, suavidad y elegancia.
La música y la pintura, o cualquier otra manifestación artística que te provocara un sentimiento, era por ti bien recibida ya que nacía de esa sensibilidad que tenías para identificarte con el arte. Y no dejaste de lado tu tremenda afición a los toros, y que todavía hace algunos meses alimentaba la descabellada idea de torear una becerra para festejar tu cumpleaños número ochenta.
Aterrizó en tu mente la idea de que habías envejecido cuando fuiste abuelo por primera vez. Y aunque al principio te resistías a creer en el paso del tiempo, disfrutaste plenamente esa última etapa de tu vida en compañía de tus adoradas nietas, que te reportaron momentos de enorme felicidad.
Pero hoy, aquí, solo hay silencio y un melancólico acorde de soledad, esa a la que tanto temías. Tu voz ha cesado, y con ello ese impulso cotidiano de escucharte, muchas veces hasta la saciedad, con la complacencia del amigo que te conoce por dentro y te quería tal como eras.
Gracias por tantas horas de infinita compañía, identidad y cariño. "Quédate con el sabor" –como te gustaba decir– de una vida vivida a plenitud, con inteligencia y una pizca de arrebato. Porque siempre hiciste lo que quisiste, y eso es un lujo que no está al alcance de cualquiera. Cierra los ojos, Tony... y libérate de nuevo.