El maestro Carlos Arruza murió en un accidente automovilístico el 20 de mayo de 1966, hace exactamente 54 años. Los pormenores de esa jornada triste para la Fiesta han sido ya suficientemente publicados y comentados como para volver a hacerlo un año más, aunque un punto de esa historia es de utilidad para desarrollar algunas ideas acerca del torero mexicano y su gusto y afición por los automóviles.
En varias entrevistas de su tiempo, Arruza expresó abiertamente su gusto por manejar vehículos. En un lenguaje más contemporáneo podríamos decir que era un "conductor compulsivo", que confiaba casi ciegamente en sus facultades ante el volante y esa "compulsividad" la complementaba con un gran gusto por poseer automóviles, a ser posible, de gran lujo. Alberto A. Bitar, en su columna "Puntos sobre las íes" del diario capitalino "La Jornada" refiere unos hechos que pueden ilustrar esa arista de su atrayente personalidad:
"...a fines de 1944, decidió emprender viaje a Portugal, ya no sintiéndose la divina garza, sino con los pies bien puestos en la tierra... su idea era pasar a España y reunirse con su madre que poco después llegaría a la tierra que la vio nacer. Y convencido de lo anterior, no empacó absolutamente nada relacionado con el toro: vamos, ni siquiera zapatillas de torear... Carlos, con todo el dinero que había ganado y algo más, compró un epatante Lincoln Continental y en compañía del también matador Antonio Rangel salió rumbo a Nueva York con el propósito de embarcarse en el "Serpa Pinto"... una vez llegó a Lisboa en su poderoso Lincoln, iba de un lado para otro –más bien de pachanga en pachanga–, en tanto llegaba el momento de reunirse en Madrid con su señora madre, pero, tal y como suele suceder, los caudales fueron mermando, así es que no tuvo más remedio que vender su automóvil en un súper precio...".
Un gran automóvil americano, de esos que llevaban con un dejo de honor las figuras del toreo. En Europa, esos vehículos eran escasos y codiciados. En algunas localidades pequeñas, la gente les llamaba "haigas" y así fueron conocidos. En España, sobre todo, era la "edad del gasógeno", la gasolina que movía esos potentes motores era escasa, pero para los toreros no había restricciones, es por eso que los toreros de muchas tardes se procuraban vehículos así, podían viajar más cómodos y más rápido entre plaza y plaza y si no, recuérdese el casi mítico Buick de Manolete.
En una entrevista que concedida a Cruz Ernesto Franquet, del semanario "El Ruedo" de Madrid, publicada el 11 de abril de 1945, Carlos Arruza expresaba lo siguiente:
"…Arruza, que por la noche tenía que salir carretera adelante, para llegar con el alba a Granada, tuvo un gesto de contrariedad.
–Los viajes es lo más penoso y lo más aburrido. Ahora, con el coche que me he traído de Méjico, me parece que habré solucionado en parte estas molestias.
–La verdad es que se ha fantaseado mucho sobre ese coche que has traído; que si...
–Nada de ello es cierto. Es simplemente un coche amplio, estilo furgoneta, con cabida para unas nueve personas.
–¿Lo conduces tú mismo?
–Sí; me gusta a mí mismo llevarlo. Parece que me da ello una mayor seguridad. Algunas veces se turna conmigo en el volante mi peón de confianza, Ricardo Aguilar…".
Carlos Arruza expresaba allí su afición por conducir vehículos, la sensación de seguridad que sentía ante el volante y agregaría yo, el poco gusto que le representaba en ir por carretera de plaza en plaza, sobre todo, en esa campaña en la que toreó 108 corridas. No está de más reiterar que ese calendario había firmado 154 corridas y que 15 de las que perdió, fueron por lesiones distintas a las cornadas, aunque hayan sido causadas por los toros.
Un año antes de la declaración a la que me he referido, doña Cristina Camino Galicia, madre del torero, fue entrevistada también para "El Ruedo". En ese 1944, Carlos Arruza era una de las revelaciones de la temporada española y la prensa especializada se preocupaba por conocer, por todas las vías posibles, la personalidad de ese torero que, a la manera de los Césares de la antigua Roma, "llegó, vio y venció". El texto completo de la entrevista que hizo Antonio Morillas, publicada el 30 de agosto de 1944, es el siguiente:
"A mi Carlos le han hecho más daño los automóviles que los toros..." dice en Santander la madre de Arruza.
No es culpa de un toro que esa honda cicatriz que Carlos Arruza exhibe en el cuello. Yendo a los toros, sí; pero no es de un toro. La culpa es de la faca de un cobarde.
–No sé por qué hizo aquello con mi hijo aquel hombre –nos dice doña Cristina Camino, la madre del torero mejicano.
Estamos ante ella en el peor momento para un reportaje: en esa hora de la tarde en que ya se han encendido unas velas a ambos lados de la imagen de la Madre de Dios, porque se aproxima el toque del clarín para que salgan las cuadrillas en Tarragona. Los labios de la madre de un torero, en esa inquietante coyuntura, sólo se despegan gustosamente para rezar. Pero la atención a la actualidad bien vale un fracaso. ¡Alguna vez hemos de «exponer» los cronistas de toros! Esta noche, después de la corrida de Tarragona, el torero saldrá en automóvil, con su cuadrilla, a marchas forzadas, para poder torear mañana en Santander. Y luego, a Gijón, a Barcelona... ¡al mundo! ¿Y el reportaje se ha de ir con ellos, muerto en flor, por nuestra timidez? La comprobación de un dato inédito de la biografía de este hombre, que llena y rebosa e! interés taurino de España, bien vale el oír: «No puedo recibirle; que comprenda y disculpe», equivalente a un fracaso.
Doña Cristina Camino, santanderina, hija de un ilustre notario santanderino, viuda de un industrial santanderino también, ha tenido una grata deferencia para un periodista que trabaja en Santander.
–Después de sortear esta tarde el peligro de los toros – nos dice con pesadumbre –, a lanzarse al otro peligro del automóvil.
–Desde luego, más remoto.
–A mi Carlos le han hecho más daño los automóviles que los toros.
Y viene el relato que nosotros hemos perseguido.
Arruza tiene coche y conduce bien. Él mismo se llama, humorísticamente, «viejo lobo del volante». Y un día va en Méjico, en su automóvil, a ver una novillada en la plaza de El Toreo. Le acompaña en la cabina de conducción su gran amigo el famoso boxeador mejicano «El Vaquero de Caborca». Trescientos metros antes de llegar a la Plaza choca el auto del torero con un autobús del servicio público. Poca cosa. Es más importante el susto que la colisión. Inculpaciones mutuas, un poco de violencia de expresión en ambos conductores y, al fin, el ofrecimiento de Arruza de reparar por su cuenta las ligeras averías del autobús.
–Ahí va una tarjeta mía. Pase por el garaje de mi hermano José Luis y allí le harán gratuitamente a su coche las reparaciones que necesite.
Y vuelve, tranquilo, a su cabina de conducción, convencido de que ha quedado resuello el incidente. Pero, no tiene tiempo de reanudar la marcha. Cuando impulsa el acelerador, el otro conductor le apuñala a traición en el cuello, en un costado y en una pierna. Es un momento de gran confusión. Mientras el torero se desangra en el coche, el agresor se agita en el suelo sin dientes y con un tímpano roto por la acción del puño de hierro de «El Vaquero de Caborca». Se habla de llevar a Arruza a una clínica, de trasladarlo a su domicilio, no distante... Pero en la plaza está el doctor Ibarra –el Jiménez Guinea de Méjico–, y Arruza sabe ya, por heridas propias, de la pericia de sus manos.
–¡Llevadme a la Plaza! ¡Quiero que me cure Ibarra!
Y acaso por primera vez en la historia, un torero de paisano, que llega de la calle, es curado en la enfermería de una Plaza de Toros.
–A eso es debida la herida que mi hijo lleva en el cuello.
En otra ocasión Arruza, que ha toreado en Monterrey, resuelve pernoctar con su cuadrilla en la ciudad. Mañana será otro día y el sol le alumbrará en el retorno. Pero desde el hotel habla por teléfono con Méjico y hay una honesta mujercita, cubana y bella, en el otro extremo del hilo. Un banderillero le oyó asegurar:
–Dentro de unas horas estaré ahí.
Y, contrariando a picadores y banderilleros, manda disponer las cosas para ponerse inmediatamente en camino. Veinte minutos después –Arruza al volante – salen de Monterrey, Ni la luna ni los faros tienen luz bastante para señalar lo presencia de unas vacas en un recodo de la carretera. El coche da tres vueltas de campana y queda, con las ruedas en alto, al borde de un precipicio. Arruza tiene una clavícula rota; los demás toreros se levantan, milagrosamente, con absoluta libertad de movimientos para auxiliarle...
–Los automóviles, como usted ve, son funestos para mi hijo".
Parecen premonitorias las apreciaciones de doña Cristina Camino Galicia, quien por lo visto temía más por la integridad de su hijo cuando se sentaba al volante, que cuando se ponía delante de los toros. Y es que quizás consideraba que el torero podía resolver las complicaciones que le presentaran los toros por sí mismo, en tanto que quizás las reacciones de los demás automovilistas, las condiciones de los caminos a transitar y el comportamiento de las personas era más impredecible.
Las tribulaciones de doña Cristina Camino al final del tiempo de Carlos Arruza se transformaron en una tristísima realidad. Algo más de dos décadas después de que externara públicamente la crispación que le producía saber que su hijo iba al volante de un automóvil, el destino se encontró con él en una carretera cercana a la Ciudad de México, en un día como hoy de hace 54 años.