En un curioso texto decimonónico (La Familia Año V, México, viernes 24 de febrero de 1888, No. 8 (páginas 329-330), aparece la colaboración que Federico de la Vega intituló "El Embolado". Allí se plantea una situación al borde del fanatismo por parte de un aficionado, Juan de nombre, carpintero de oficio, el que tenía por los toros singular inclinación.
Tanta era, que lo poco ganado con el sudor de su frente lo discutía con Chucha, su esposa a la hora de repartirlo en el gasto, por cierto miserable, mismo que daba "a cuenta gotas" para la manutención de los niños, quienes debían andar más tiempo en la calle, nada más que para distraer el hambre.
Pero Juan no escarmentaba. Frente al llanto de la Chucha y sus reproches, en una de sus conversaciones volvió a salir el tema taurino mostrando el indino un boleto para la siguiente corrida, por cierto donde actuó Ponciano Díaz. No lo hubiera hecho, su mujer auténticamente indignada reclamó lo que Juan hacía, dejándolos a ella, al Andrés y a la Lupe en el total desamparo yéndose tan campechanamente a los toros. Además, en esa corrida no faltó la diversión complementaria del "toro embolado", tan añeja como que desde el siglo XVIII ya estaba metida en las corridas de toros.
Si el festejo tuvo defecto y malos, el "embolado" no. Aunque a Juan y sus ciegos propósitos, el costo fue dar al hospital con tres costillas rotas.
Chucha sólo se preguntaba: ¿Qué comerán mis hijos mañana?
A continuación, presento completo el texto para que nos demos cuenta de lo que, alrededor de aquel divertimento podía pasar con una pareja sumida en la miseria, siendo el tema de los toros el que causaba mayor inquietud.
Antes, debo mencionar que esta es una antigua suerte en la que se colocaban en los diamantes de las astas bolas de brea y paja, evitando con ello desmanes, golpes y desde luego, cornadas. Debe ser una diversión que ya tuvo, desde el siglo XVIII la suficiente presencia, y que se reafirmó luego en el siglo XIX, por lo menos desde 1815, en que se encuentra un primer registro sobre la misma, efectuado en abril de aquel año en la plaza de toros el Volador.
EL EMBOLADO
I
Había toros en la Plaza de Bucareli
¡Toros!
¡El supremo deliquio!
¡Y lidiados por Ponciano! ¡el rey de los matadores! ¡el ídolo del pueblo!
¿Qué cabeza mexicana podía estar tranquila en tan solemne día!
Ninguna
Y la de Juan menos que la de nadie.
Porque Juan, como diría un discípulo de Lavater, había nacido con la protuberancia taurómaca.
O como diríamos nosotros, dignos descendientes de Pepe Hillo y Costillares, Juan tenía sangre torera.
¡Sí, la tenía hasta la última gota!
Un par de banderillas puestas al cuarteo le entusiasmaban.
Una estocada en la cruz lo sacaba de quicio.
Para Juan, el gran Ponciano, pasando de muleta á un toro de Atenco, tenía seis codos más de estatura que Morelos en la defensa de Cuautla.
II
Juan era carpintero.
Pero desde que los padres de la patria autorizaron las corridas en el Distrito, para mayor honra y gloria de la civilización, la garlopa y el escoplo andaban como Dios quería.
A lo mejor, nuestro torero abandonaba el taller y se iba a la pulquería de la esquina a discutir con otros aficionados los conmovedores lances de la corrida del último domingo.
¡Y con qué calor se comentaban las suertes!
La sangre hervía, los puñetazos menudeaban sobre el mostrador, y algunas veces iban desde el mostrador á las narices de los contendientes.
Pero las cosas no habían pasado á mayores, es decir, no habían llegado á puñalada limpia.
III
En el día á que hacemos referencia, Chucha, la mujer de Juan, salía de la cocina, á tiempo que entraba su marido en el humilde cuarto que ocupaba en una casa de vecindad del callejón del Manco.
–¡Está la comida? -preguntó el carpintero.
–¡Hace una hora! –respondió Chucha con acento desabrido. –Para lo que había que guisar...
–¿Qué hay que comer?
–Frijoles.
–¿Nada más?
–¿Querías que te pusiera mole de guajolote con los dos reales que me diste ayer?
–Y medio esta mañana. –Sí, pero esta mañana se hizo el desayuno, y tú no dejaste de tomar tu café con leche.
–¿Y los chicos?
–Por la calle.
–¿Y qué hacen en la calle?
–Distraer el hambre.
–¡El hambre! Cualquiera que te oiga dirá que aquí no se come.
–Pues ese cualquiera no andaría muy equivocado.
Antes, había semana que me dabas quince pesos para el gasto. ¿Cuánto me das ahora?
–¿Qué sé yo! No llevo cuenta.
–Pues yo sí. ¡Veinte pesetas a lo sumo!
¡Y para cinco bocas! ¡Y haga usted milagros!
¡Y póngale usted al señor en cada comida tamales y carnero en barbacoa! ¡Maldita sea hasta la hora en que se hizo la primera plaza!
–¿Ya vas á armarme el mitote?
–¡Siempre! Que con tus condenados toros entró la miseria en esta casa.
–No es cierto. Es que ahora no hay trabajo.
–¡Lo que no hay es vergüenza; ni ganas de trabajar!
–¡Chucha! No me andes pasando de muleta, porque te embisto.
–¡Mejor fuera que embistieras á otro!
–Cuando lo haya.
–No te falta. Mejor fuera que hicieras menos visitas a la pulquería...
–¿Cuándo voy, habladora?
–Siempre. No paso una vez por el taller que no estés allá, gastando el tiempo y el dinero con otro holgazán como tú.
–¡Chucha! Mira que yo no aguanto banderillas y que vas á llevar un revolcón!
¿Más revolcada de lo que uno está con tus malditas aficiones?
–¡Silencio! ¡Y la comida!
–¿Estás de prisa? ¡Ah! Vamos, ya sé por qué.
–Pues si lo sabes, cállatelo.
–¿Vas hoy también de toros?
–Y si fuera, ¿qué?
Un rayo de cólera brilló en los ojos de Chucha.
Pero se dominó, fue á la cocina, trajo una cazuela de frijoles y un puñado de tortillas y puso ambas cosas encima de la mesa.
IV
La comida empezó en silencio.
A la mitad de la misma, preguntó Juan:
–¿No hay pulque?
–Creí que tenías ya bastante en el cuerpo. Pero si me das para la cena iré a buscarlo.
–No tengo nada que darte.
–Pues entonces pásate sin él.
Otro momento de silencio, durante el cual asomaron dos lágrimas á los ojos de Chucha.
–¡Juan! Dijo enjugándolas con el revés de la mano.
–¿Qué hay? –respondió el carpintero alzando los ojos.
Y añadió viendo que su mujer lloraba:
–¿Riego de plaza tenemos;
–¡No hagas caso! ¿quieres hacerme favor de escucharme?
–¡Habla! Si es que no dices muchas tonterías.
Chucha sacó un papel del bolsillo.
–¿Sabes lo que es esto? –dijo.
–Sí, un boleto.
–Pues mañana se cumple, y vamos a perder la colcha y los zarapes, mientras que los chiquillos pasan la noche tiritando de frío.
–¡Bah! ¡exageraciones tuyas! ¡A esa edad de cualquier modo se duerme bien!
–Además, Andrés está desnudo...
–¿Y qué?
–Y Lupe anda ya enseñando los codos.
–¿Y qué?
–Que necesito comprar algunas varas de manta.
–Pues ahora no hay dinero.
–¡Juan!
–¿Todavía... vas á llorarme más lástimas?
–No, voy a pedirte un favor.
–¿Cuál?
–¡Que no vayas hoy á la corrida! ¡Que me des el peso que vas á gastar en esa barbaridad!
–¿Estás loca...? ¿No ir á la corrida, cuando hay embolado?
¡Juan! ¡dame ese peso que me hace mucha falta! ¡Que no quiero perder esa ropa! ¡Que necesito vestir a los muchachos!
–¿Pero no oyes que hay embolado?
–¡Juan! ¡por la Virgen de Guadalupe! ¡Por el amor de tus hijos!
¿Qué tendrá que ver el amor de mis hijos con los toros? ¡Ya se arreglará todo eso!
–¿Cuándo?
–Cuando se pueda.
–¡Juan!
–¡Que me dejes en paz! ¡Pues no faltaba más sino que no pudiera uno ir a distraerse un rato!
Chucha saltó en la silla como una leona.
–¡Vete! ¡vete á gastar en cuernos el pan de tus hijos! –gritó echando chispas por los ojos. –Vete á cometer la infamia de que se avergonzaría el último ladrón!
Se oyó el ruido de una tremenda bofetada y Chucha cayó a plomo sobre la silla.
En esto, aparecieron en la puerta de la vivienda, tres chiquillos, rotos, como tres adanes, sucios, desgreñados, polvorientos.
El mayor no pasaba de ocho años: el más pequeño no había cumplido cuatro.
¡Papá! ¡Papá! –gritó uno de ellos lloriqueando.
–Anselmo el tuerto me ha hecho una herida en este hombro, jugando el toro! ¡Hiji! ¡Hiji!
El carpintero se encasquetó el jarano, se abrió paso por en medio de su prole y se dirijió rápidamente hacia el Salto del Agua.
V
La corrida fue mala, considerada bajo el punto de vista artístico.
Los toros, demasiado civilizados, no echaron al aire sino cuatro ó cinco bandullos de jamelgo.
¡Y qué es esto para dar al pueblo ideas viriles?
¡Nada, ó casi nada!
El pueblo, para que tenga grandes y robustos sentimientos, necesita que en cada uno de esos espectáculos haya muchos metros de tripas chorreando sangre, arrastrando por la arena.
Verdad es que un picador fue a la enfermería, a consecuencia de un batacazo.
Verdad es que el mismo Ponciano sufrió un achuchón, sin consecuencias.
Pero ¿qué es este magro contingente para dar realce a una corrida?
Para colmo de males, los animalitos se entableraron, y el afamado diestro tuvo que matarlos como Dios quiso. A estocada de ciego, sin reparar si daba en pleno morrillo o encima del ramo.
Pero, en cambio, si la corrida fue mala, el embolado fue bueno, demasiado bueno.
Tanto, que merecía haber tenido las puntas libres.
No hacia medio minuto que estaba en el redondel, y ya había una docena de barriles de pulque, digo, de pelados mordiendo el polvo.
Nuestro amigo Juan, chaqueta en mano, le dio cuatro o cinco quiebros dignos de Costillares.
Pero al sexto, el emboladito despreció el trapo, se fue al bulto, y Juan se encontró, sin saber cómo, á tres, o cuatro metros sobre la cabeza de la fiera.
La ley de la gravedad le hizo descender; pero cayó en plena cuna, y efectuó una nueva ascensión.
VI
Dos horas después, entraba una vecina apresuradamente en la vivienda de Chucha.
–Vecina –le dijo– tengo que darle una mala noticia.
–Hable usted, vecina. Hace tiempo que no espero ninguna buena.
–Pues es el caso de su marido...
–¿Ha habido mitote en la plaza? ¿Está en Belem?
–No señora, lo cogió el embolado...
–¡Jesús!
–Y está en el hospital con tres costillas rotas.
Chucha se llevó las manos a la cabeza.
Y luego murmuró con voz sorda:
–¡Dios mio! ¡Dios mío! ¿Qué comerán mis hijos mañana?
Firmado en de 1888 por Federico de la Vega.
Otros escritos del autor, pueden encontrarse en: https://ahtm.wordpress.com/.