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La inesperada muerte de Martín Ramos

Miércoles, 18 Dic 2019    CDMX    Juan Antonio de Labra | Foto: Archivo   
"...donde su picaresca, su sentimiento y su simpatía, dejaron..."
El impacto que ha causado la muerte de Martín Ramos entre la gente del toro, especialmente la de Venezuela, ha sido tremendo porque nadie lo esperaba. Un infarto fulminante sufrido el lunes pasado, a la edad de 57 años, se llevó por delante a este novillero retirado, mozo de espadas, y amigo fiel de muchos toreros, especialmente de Leonardo Benítez, Rafael del Castillo y Ángel Alberto, tres de sus íntimos.

La amabilidad de Martín era rotunda. Sabía entregarse y hacer relaciones. Y también sabía bromear y dejarse querer, más aún en aquellos años mozos en que soñó con ser torero, como todos los amigos de su palomilla allá en el Nuevo Circo de Caracas, donde recaló con un hatillo al hombro, llegado de su Cumanacoa natal, hace más de 30 años.

Su simpatía era contagiosa, ya que además de ocurrente, Martín sabía dejar las bromas de lado cuando había que arrimar el hombro y trabajar con profesionalismo y dedicación, con esa gran capacidad de adaptación que tienen los toreros.

Con Leonardo Benítez vino a México desde esos primeros años inciertos, y disfrutó mucho cuando éste se consagró en la Plaza México, luego del indulto del toro "Altruista" de Xajay, al que cuajó a placer en diciembre de 1997.

Martín cuidaba la ropa de torear con esmero y la tenía siempre dispuesta, y también la de calle. Sacaba a pasear al añorado "Maletilla" a Los Viveros de Coyoacán o cualquier parque de la colonia del Valle, en menesteres cotidianos que hacía con un regusto especial.

Todavía hace unos cuantos días, vi su sonrisa brillar bajo el picoso sol de Lima, a las afueras de la plaza de Acho, donde me recordó viajes al campo bravo mexicano en compañía de 
Leonardo, entrañable amigo mutuo, el que además fue su protector durante cierto tiempo y su hermano fraterno de toda la vida.

Al terminar la corrida del domingo 1 de diciembre, Martín y Rafael del Castillo tuvieron la gentileza de acompañarme a tomar un taxi en las congestionadas calles limeñas, repletas de coches, gente, bullicio y peligros acechantes. Ese gesto de generosidad me pareció tan espontáneo de su parte, tan solidario, que hace apenas un par de días, al enterarme de su sorpresiva muerte, sentí un desasosiego difícil de explicar.

Bien dicen que la única certeza que tenemos al nacer es la muerte, y que lo bonito de la vida no es llegar a la meta, sino disfrutar el camino. Por eso hay que recorrerlo con la frente en alto, y la mano tendida siempre por delante, como Martín, que hizo su propio camino al andar, y lo realizó en un medio complicado, y muchas veces hostil, donde su picaresca, su sentimiento y su simpatía, dejaron honda huella entre la gente que tuvo la fortuna de tratarlo.

Me quedo con aquella última sonrisa, franca y luminosa, la que me prodigó cuando abordé aquel taxi y Martín le dijo al chofer que me llevara al hotel del distrito de San Isidro donde estaba alojado. Ahí le brillaron los ojos de la remembranza, con el caos vehicular del Rímac como telón de fondo, en medio de la penumbra de la noche que iba cayendo sobre Acho. Descansa en paz, buen hombre.


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