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Desde el barrio: Vulgaridad y exageración

Martes, 08 Ene 2013    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
La columna de este martes

Busca uno estos días por Internet las imágenes de las ferias de Suramérica, envueltas casi siempre en el papel de plata de los exagerados titulares –"apoteósico", "clamoroso", "histórico", "apabullante"…– y se encuentra con grandes decepciones: faenas vulgares que ni de lejos llegan para calificarlas con adjetivos tan pedantes y pasados de moda.

Y es que el periodismo taurino, como el toreo mismo, vive ahora inmerso en una profunda contradicción: la de intentar promocionar y defender a toda costa el espectáculo más allá de su propia realidad. Es cierto que el momento es difícil, tal vez uno de los más complicados de toda la historia, pero ese rancio e infantil triunfalismo apenas sirve más que para engañarnos a nosotros mismos.

Para esa necesaria defensa, tal vez sería mejor saber medir las palabras, acertar a graduar el nivel de los elogios a razón no de las orejas cortadas y las salidas a hombros sino de la realidad del ruedo, de las emociones de la arena. Más que nada para no insultar la inteligencia del internauta aficionado que vea las imágenes con un mínimo de criterio y no se le haya olvidado lo que es el buen toreo.

Realcemos, sí, los grandes valores de este rito para usarlos como escudo protector, pero por eso mismo sepamos diferenciar de una vez el grano de la paja, frenemos los caballos de la falsa y forzada euforia y glosemos la verdadera calidad cuando ésta realmente se manifieste, cuando haya verdaderos motivos para lanzar las campanas al vuelo.

Porque bajo tanta apoteosis de purpurina, tanto triunfo de opaco clamor y tanta histórica horterada periodística subyace en estos momentos de la Fiesta, reconozcámoslo ya, una extendida capa de vacua vulgaridad: un toreo sin brillo ni expresión, una técnica ramplona y defensiva y una absoluta falta de naturalidad.

Los videos americanos de este año, como muchos de los españoles del que hemos cerrado, están reproduciendo en la red, como en una cinta sin fin, una sucesión de medios muletazos a velocidad supersónica, de tirones asustados, de cites tensos, de trazos dubitativos y despegados, de norias trapajosas, de circulares manidos, de cuerpos retorcidos y posturas afectadas, de alivios tras de la oreja, de brusquedades y crispaciones físicas y estéticas…

En suma, una cada vez más generalizada manera de torear, en todos los niveles del escalafón, que supone, pese a tanto elogio premeditado, un paso atrás en la evolución de un arte que si ha de ser tal pasa sólo por una incondicional fidelidad a la trascendencia.

No hablamos aquí de una abundancia de ventajas o de "trucos", como podrían suponer los que se autoproclaman "puristas", sino del olvido paulatino de esa otra forma de torear más entregada, más auténtica y enervante. Esa única manera de enfrentarse al toro para mantener viva la condición fundamental de este espectáculo: la de la emoción.

Porque lo peor del caso es que tantas giñás y tanto destemple, tanta tauromaquia trapacera que vemos video tras video no se aplican con animales terroríficos, ni con alimañas de patente sentido y peligrosidad, lo que justificaría en parte esas actitudes defensivas. Lo malo, repito, es que tanta vulgaridad se hace patente ante astados de justa presencia y mansurrona o noble embestida, esos mismos con los que hasta los "medrosos" artistas de épocas recientes formaban auténticos alborotos, de los de verdad, en esas mismas ferias y plazas americanas.

Con el buen gusto, la naturalidad, la destreza y la sincera entrega en franca decadencia frente al proceso de vulgarización mercantil, al aficionado y al periodista sensato sólo le queda relativizar tanta catarata de adjetivos vacíos y refrescar su espíritu con los sorbos de una esencia que sólo guardan algunos lunáticos de luces que, al parecer y porque no se dejan manejar, ya han dejado de ser modelos a seguir.

Será que, de tanto verse cantados luego en la publicidad engañosa de los titulares cínicos, muchos toreros de hoy han olvidado que el público, el que verdaderamente les debe importar, olvida esos triunfos de plástico en el mismo momento que sale de las plazas. O que las abandona para siempre.


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