Sigue habiendo una gran afición en Quito, a pesar de todo. Puede que sólo esté latente, dormida, pero ha bastado que, a sólo setenta kilómetros, el toreo se mostrara en su dimensión más trascendente para reavivarla y alentarla a salir de las catacumbas donde la recluyó el gobierno de Correa, para animarla a predicar de nuevo el eterno y hondo mensaje de la tauromaquia.
Morante de la Puebla, en especial, y Alejandro Talavante fueron quienes encendieron la mecha, los que llamaron a esta otra rebelión ciudadana en la corrida del 29 de noviembre en Latacunga, cuando no sólo regalaron dos sobreros de Triana sino algo mucho más importante: la verdadera esencia del toreo.
Después de que el genio de la Puebla salpicara de arte la coqueta plaza a la sombra del Cotopaxi y se emborrachara de toreo con un noble ejemplar de Triana, y mientras el siempre sorprendente torero de Badajoz se jugaba el tipo con un valor sincero, una corriente de potente energía recorría en aumento esos tendidos en los que se reunía lo más selecto de la afición ecuatoriana.
Y, de repente, en una sacudida de orgullo, en una explosión de dignidad, los olés y las ovaciones que provocaba el toreo grande se trocaron en una petición unánime de libertad. ¡Libertad!, gritaba por entero la plaza de Latacunga, esos pocos miles de personas exiliadas por Correa a un cantón donde aún se respeta la muerte digna del toro.
Pero aquel clamor no era la reivindicación de una minoría elitista, como creen quienes sólo se fijan en las apariencias, sino el de cientos de privilegiados por el regalo de esa auténtica emoción, que siguen sin entender que se pueda prohibir y perseguir un espectáculo que, como el de aquella tarde, provoca tantas, tan profundas y tan intensas sensaciones en el alma de quienes lo perciben.
¡Libertad!, gritaba la plaza en demanda no de un privilegio particular sino de un derecho universal: el derecho a que la inmensa mayoría tenga la libre opción de acudir al templo donde se siguen mostrando esas verdades eternas que representa el toreo en tiempos de obsceno cinismo político.
Ya va para tres años que la plaza Quito permanece cerrada al toreo, entre la indecisión de la empresa Citotusa y la paciente resignación de una afición que trabaja en la sombra, que se mueve por entre las entrañas y las cloacas del poder con inteligencia y cautela para frenar nuevos y mayores intentos de agresión a la tauromaquia ecuatoriana.
Quizá por eso, porque siguen trabajando sin dar tres cuartos al pregonero para no provocar la alarma del enemigo, nos hayamos olvidado de ellos en estos últimos días de reivindicaciones bogotanas, cuando todos nos acordamos de San Sebastián y de Barcelona, donde nadie trabajó ni trabaja como lo hacen ellos, y no de ese Quito taurino del que tantos sacaron tajada en los tiempos de vacas gordas.
Por eso, tardes como la que regalaron Morante y Talavante en Latacunga, con el decisivo y valiente trabajo del empresario y ganadero José Luis Cobo, son para la afición de la mitad del mundo como una gigantesca inyección de autoestima, una ratificación de convencimientos, un reconocimiento a ese trabajo sordo que sólo busca volver a ofrecer al pueblo la oportunidad de vivir la grandeza emocional de este arte antiguo y fresco, clásico y revolucionario a la vez.
En definitiva, esa corrida del día 29 de noviembre fue una nueva constatación de que, como todas las expresiones profundas surgidas del pueblo, el toreo sigue siendo un deslumbrante ejercicio de libertad, para quien lo realiza y para quien lo presencia.
Por eso, en estos días de reflexión, entre los paseíllos de Latacunga y la Plaza Belmonte, la afición de Quito no ha dejado de expresar a Morante y a Talavante, minuto a minuto, su más profundo agradecimiento por devolverles la ilusión y la felicidad. Nada más y nada menos. Y es que el propio toreo, cuando es bueno y trascendente, es el mejor argumento, el más incontestable para su propia defensa.