Tal vez tocara hoy hablar del G-10, del fracaso de ese nuevo y utópico intento de los toreros por remar de una vez en la misma dirección. Pero aún no es el día. La muerte de José Ramón Muriel, presidente de la plaza de toros de Burgos y hombre bueno, así de simple y así de atípico, prima en el sentimiento por encima de un bochornoso panorama de indignidades y cobardías.
Muriel, "El Muri", no era famoso pero sí popular. Doctorado en mundología, en esa sicología social que había aprendido en sus tiempos de "poli bueno", conocía la calle y la gente, sabía de las debilidades humanas y se manejaba en las distancias cortas con la comprensión de quien ha visto de todo en su largo patrullar entre el bien y el mal. Y, por eso mismo, fue un gran presidente de plaza.
Lejos, muy lejos de la prepotencia policial tan típica de otros tiempos, Muriel supo siempre escuchar y dialogar en los corrales y el despacho de una plaza como la de Burgos con más pretensiones que posibilidades. Y, sin que faltara una voz más alta que otra en el momento preciso, se armaba de paciencia para esos largos pulsos de chalanes en los que frenaba al golfo y entendía a quien le venía de frente, apurando hasta el límite para llegar a la solución más satisfactoria para todos: empresario, ganadero, toreros y, sobre todo y ante todo, el público.
Tachado de "torerista" por los tercos "salvafiestas", José Ramón subía luego al palco cargado de toneladas de sentido común, más atento a la mayoría, sin vanidades ni protagonismos. Porque, sabio de la vida, experto en pecados ajenos, nunca sintió ese tópico afán redentorista de los manejadores de pañuelos, esa fatua y extendida pretensión de "darle categoría a la plaza" a título individual y absolutista.
Muriel conocía a sus paisanos, en la calle y en el tendido. Y sabía también que, provocados por decisiones arbitrarias, los abrazos en los bares, los aplausos en las tertulias y las palmaditas en la espalda de ciertos personajes pueden llenar el ego pero ciegan los ojos a la realidad y a la lógica del espectáculo.
Aficionado y viajero impenitente, vio toros por todo el mundo, desde México a Quito, desde Lima a Las Vegas, haciendo escala, como capricho último, incluso en esas Azores donde también dejó huella con su bonhomía y su socarrón sentido de la vida. Sin complejos, feliz por fuera y por dentro.
Por eso, porque, como decía Unamuno, "el carlismo se cura viajando", Muriel sabía relativizar y entender el mundo. Tanto que incluso con media en las agujas mantuvo su torería, esa dignidad vital que se alargó más allá de su último viaje taurino, en el septiembre de Salamanca, para ver a su Morante, del que presumía con orgullo de haber presidido su alternativa.
Hasta ese mismo final –"ya no paso el reconocimiento", le dijo con sorna a su amigo Baudilio dos días antes de morir— Muriel ha mantenido la cordura, la serenidad y ese sentido del humor tan castellano y directo. Sus amigos, quienes le disfrutamos, a quien tanto nos hizo reír y que ahora le lloramos, vamos a echar de menos el volumen de tenor de sus sentencias. Ese fuerte tono de voz que sólo pueden tener quienes se expresan siempre desde la más honda sinceridad. Sin un doblez.
Adiós en el alma, Muri. Sigue riéndote de la vida… y de la muerte.