Desde el barrio: Moraleja sevillana de José y Juan
Martes, 24 Feb 2015
Madrid, España
Paco Aguado | Opinión
La columna de este martes
Sería por estas fechas de 1915 cuando José Lissen, un partidario de Joselito El Gallo enriquecido con el comercio de madera, se puso a buscar terrenos por Sevilla para levantar el gran proyecto alentado por su torero: una plaza Monumental que, en plena euforia de la Edad de Oro, abaratara el precio de las entradas en la ciudad del Guadalquivir y favoreciera la asistencia a los toros de los sectores más desfavorecidos.
Para hacerlo, los dos Josés tuvieron que sortear muchas trabas y complejos en una sociedad dominada por la oligarquía sevillana que también regentaba la plaza de la Maestranza. De hecho, ningún arquitecto local se atrevió a firmar los planos por miedo a represalias. Pero a primeros de 1917 ese gran coso estaba ya listo en el barrio de San Bernardo.
Su aforo de 23 mil espectadores, justo el doble que los tendidos del Arenal, suponía una monumental amenaza para el monopolio taurino de los maestrantes, quienes aparentemente no tomaron ninguna medida directa en su contra. Pero la cuestión es que el ayuntamiento de Sevilla hizo unas excesivas pruebas de carga de los tendidos del nuevo escenario, hasta hacer que uno de ellos se derrumbara y, de paso, se pusiera en duda todo aquel proyecto en el que Gallito había puesto alma, corazón y vida.
Por fin se inauguró la Monumental de Sevilla en junio del 18, haciendo que la ciudad, su afición y sus toreros se dividieran entre una y otra plaza, con Belmonte siempre al lado de los maestrantes. Y mientras Gallito se empeñaba en defender su proyecto faraónico, comenzaron a caer rayos sobre su prestigio, especialmente desde la tribuna de ABC y, paradójica y extrañamente, con la firma de quien había sido su máximo valedor en la prensa de la época: Gregorio Corrochano.
El crítico de Talavera de la Reina inició desde el diario monárquico, tan monárquico como la propia institución maestrante que tiene al Rey como Hermano Mayor, una fuerte campaña contra el grandioso torero que, levantando aquella plaza, había osado contradecir el orden instituido en la Sevilla elitista de la segunda década del siglo XX.
Tanto y tan fuerte le atacó Corrochano en esos años que Gallito tuvo que buscar un acercamiento a través de un brindis al director de ABC y de una comida con el crítico, ya en 1920, en la que para lograr una tregua se ofreció a participar en la corrida que organizaba en Talavera la propia familia del gran pope de la crónica taurina.
Y cuando "Bailaor", de la ganadería de un primo de Corrochano, acababa con la vida del rey de los toreros, aquel 16 de mayo, se dictaba también la sentencia de muerte de su Monumental, que cayó lentamente en el abandono sin que nadie más se atreviera a hacer la competencia a los poderosos, pero silenciosos, maestrantes.
Eso sí, en la prensa local se publicaron incluso cartas de clasista protesta porque los funerales de Gallito -al fin y al cabo, sólo un gitano para algunos- se celebraran en la Catedral de Sevilla, reservada únicamente hasta entonces para las ceremonias de la aristocracia de la ciudad.
Pasados los años, y gracias a la autoridad que le daba haber tomado partido por los oligarcas sevillanos en todo aquel proceso, Juan Belmonte decidió que la plaza de la Maestranza la gestionara su gran amigo Eduardo Pagés, un avispado catalán que le había hecho reaparecer en 1925 con una exclusiva, astronómica para entonces, de 25 mil pesetas por corrida.
Así que en 1934 Pagés entró como empresario del coso del Baratillo sustituyendo a Salguero y en pleno fragor de su pleito con la Unión de Criadores de Toros de Lidia. Y es que los ganaderos, después de que Belmonte violara sus estatutos vendiendo toros y vacas a México para la ganadería de La Punta, de los hermanos Madrazo, habían decidido boicotear aquellas plazas que no sólo lidiaran reses de la nueva asociación creada por el trianero sino que también lo anunciaran a él, una vez que volvió a reaparecer con otra exclusiva del catalán.
Como Pagés no había dudado en alinearse con Belmonte en aquel pleito, El Pasmo quiso agradecerle tanta lealtad y todos los servicios prestados propiciándole ese legendario y misterioso contrato con los maestrantes que todavía sigue vigente en tercera generación.
Aun así, el férreo y durísimo boicot de los ganaderos de primera, que incluía también la plaza de Madrid, donde el catalán figuraba como gerente, supuso que ese año 34 en Sevilla se dieran bastantes menos festejos, y que incluso se suspendieran varios, por falta de toros y novillos presentables de otras divisas de menos categoría.
Durante todo el tiempo que duró aquella crítica y grave situación, provocada por Belmonte y el propio empresario de la Maestranza, desde la tribuna de ABC hubo más apoyos que críticas a Pagés y a los maestrantes, e incluso surgió el ofrecimiento de Corrochano para ejercer como mediador entre las partes.
Pero por mucho que Pagés hiciera figurar al frente de la plaza a su testaferro Gómez de Velasco, los ganaderos se mantuvieron firmes. Y desde 1934 a mayo del 36 las corridas sevillanas se celebraron únicamente con ganado de ganaderías de nulo prestigio -salvo algunas que abandonaron la Unión de Criadores, como Coquilla y Carmen de Federico- sin que nadie entre la élite de la ciudad se mesara siquiera los cabellos.
Han pasado muchas décadas desde que sucediera todo aquello y parece que pocas cosas han cambiado en esa Sevilla en la que los maestrantes siguen ejerciendo su callado poder y su ventajoso monopolio taurino al margen de la dinámica y la evolución del negocio taurino. Y no deja de ser curioso que la semana pasada, probablemente por casualidad, el ABC local volviera a sacar una portada denunciando un boicot a su añeja plaza de toros el mismo día en que el Rey de turno se acercaba hasta la sede madrileña del periódico para honrar la entrega de su premio taurino a la familia Miura.
Los toreros y los conflictos pasan, pero algunas instituciones permanecen inalterables, imponiendo aún el ritmo, la opinión, las filias y las fobias de algunas sociedades absortas en su propio inmovilismo. Quizá sea por eso por lo que Gallito sigue sin tener un monumento en Sevilla.
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