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La gran faena en el ocaso de Antoñete

Lunes, 21 Oct 2024    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | La Jornada de Oriente   
Ocurrió en aquella Feria de San Lucas del mes de octubre de 1999
Dicen los que saben de esto que la televisión y el video no sirven para ver toros. Que desvirtúan las imágenes y alejan al televidente de todo lo que rodea al espectáculo in situ: la luz, el calor, la agitación, las emociones que le garantiza al aficionado su escaño de sol o sombra en la plaza. Y al afirmarlo están develando una obviedad. Pero sólo la mitad de la verdad. 

Y las verdades a medias son otra forma de la mentira. Se olvida, en este caso, todo lo que les agrega a las imágenes electrónicas la subjetividad de quien sepa verlas. Un plus invisible, igualmente presente en los cosos durante la corrida, eso que permanece encerrado en el sentir íntimo de cada quien, hecho de expectativas, memorias, conceptos, gustos… Y que funciona como un factor añadido a los sucesos del momento. Si la Influencia exterior enriquece la subjetividad personal o la empobrece, es otro asunto.

Me meto en estos veriocuetos porque una de las emociones más hondas que me ha hecho sentir el toreo se desprendió de mi pantallita casera con la casi inexplicable faena de Antonio Chenel "Antoñete" a "Caradura", de Victoriano del Río, el 16 de octubre de 1999. Ese día, un hombre de 67 años, con los pulmones atrofiados por el tabaco y con toda su notoria fragilidad corporal, enfrentó un cuatreño en plenitud de pujanza sin más armas que su saber y su arrojo, y la pretensión humilde de intentar imponerle su personal sentido del arte taurino. Como si a las puertas de la senectud estuviera allí para ilustrar la aseveración belmontina del toreo como fuerza del espíritu. O esa otra de que, para torear de verdad, hay que olvidarse del cuerpo. 

Jaén 99, feria de San Lucas

Para despedir el siglo XX, la empresa jienense preparó una típica pero rumbosa feria provinciana: ocho bien equilibrados carteles, entreverados diestros locales con figuras consagradas, y dejando un espacio a la nostalgia con el anuncio de dos nombres intemporales en la etapa final de su arte legendario. De hecho, aquel sábado 16 de octubre del 99 tanto Antoñete como Curro Romero, toreros de culto, iban a protagonizar un mano a mano dedicado a memoriosos y cautivos, aliviado por la presencia del rejoneador Álvaro Montes, que para abrir boca cortó la oreja del abreplaza ¿Habría alguna más, o los presentes tendrían que conformarse con esporádicos detalles de los dos viejos maestros? 

La corrida

La actuación del joven centauro jienense supuso un contrapunto a las intervenciones de los ilustres veteranos con una corrida terciada y fina de Victoriano del Río, adecuada en todo y por todo para una plaza de segunda que ha sabido conservar su noble prosapia. Curro abrevió con el aplomado bicho que despachó en quinto término, muy castigado en varas, pero le había cortado la oreja a su primero, un animal noble ante el cual meció con arte el capotillo y templó un par de buenas tandas con la mano derecha antes de despacharlo de estocada delantera, no sin haber dejado su sello en algún trincherazo faraónico y un cambio de mano en la cara de aroma y sabor sevillanos. La estocada, algo delantera, puso en sus manos el apéndice. 

El milagro

Pero lo grande, con MAYÚSCULAS, llegó con el segundo toro de Antoñete, desbordado sin remedio por su primer oponente. Pues ocurrió que, transfigurado por un súbito torrente de inspiración, Antonio Chenel hizo frente a un astado de embestida honda y franca, pero también encastada y codiciosa, ofreciéndole su pequeño lienzo rojo para que forjaran entre ambos un faenón de belleza y unidad sobrecogedoras, citando desde el principio a distancia para correrle la mano derecha con sedeño e imperioso pulseo, y, en el colmo de la apoteosis, cambiándose el engaño a la zurda con sorprendente decisión –"Caradura", con sus 502 kilos, no paraba de embestir—, para bordar el toreo al natural con una profundidad, un temple, un clasicismo y un arrobo extraordinarios. Los rotundos pases de pecho, los torerísimos ayudados por bajo, fueron como un aderezo de reyes escanciado con solera y sin prisa sobre una obra de arte mayor.  

Obra que tenía que rematar el perfecto volapié con el que Antoñete, fuera de este mundo, entregado y absorto, le puso punto final ¿Dos orejas? ¿Y por qué no el rabo del maravilloso ejemplar? Quizás porque los milagros ni se discuten ni se ha encontrado la forma de  premiarlos, pues el único premio posible son el milagro mismo. Solo queda agradecerlos.      

La crónica

Nada mejor, como referencia vívida y fresca del asombro, que este texto con la firma del cronista y escritor Paco Aguado, testigo afortunado del prodigio:

"El toreo es tan grande que un hombre con 67 años, castigado por la vida y por el tabaco, aún es capaz de sublimarlo, de poner boca abajo una plaza de toros y de callarnos la boca a cuantos hemos renegado de su última vuelta a los ruedos (…) Bastaron apenas veinte muletazos de Antoñete para que su leyenda volviera a aflorar con una fuerza volcánica, como si el tiempo no hubiera pasado y el torero del mechón volviera a recrear sus épocas doradas.

La faena de Jaén va a pasar a la particular y dilatada historia de este torero como una de las más rematadas, de las más redondas (…) Y el nombre de “Caradura”, el excepcional y precioso ejemplar de Victoriano del Río, se unirá al de "Atrevido", de Osborne, al de "Cara de Rosa" y al de "Cantinero", de Garzón, y a los de los bohórquez de los 60, animales sobre los que se sustenta la leyenda de esta Ave Fénix del toreo grande que se llama Antonio Chenel Albaladejo.

No fue la faena conceptual y detallista tan al uso en estos festejos de veteranos, sino que fue una obra inmensa, redondeada de principio a fin, continuadora de aquellos legendarios trasteos de los 60. Tal vez porque "Caradura" fue también muy de aquella época: bajito, con los pitones engatillados adelante, precioso de hechuras y con una bravura y una calidad casi perfectas. Por eso Antoñete, desde que salió anunciando su clase en los capotes –hubo incluso un duelo de quites con Romero-, logró cuajarle veinte muletazos perfectos, rotos, repartidos en dos excelentes series con la derecha y otras dos de naturales auténticamente sublimes, con el añadido de larguísimos pases de pecho y hondos e inspirados remates de trinchera. Colocación, profundidad, hondura, ligazón, intensidad, pasión, entrega, todas las palabras mayores del toreo se condensaron en esa faena que tuvo lugar, sin probaturas ni especulaciones previas, en apenas tres metros cuadrados de terreno. Antoñete hizo en Jaén el toreo eterno --¿hay ya quien dude, viendo torear a ese hombre gastado, que, como dijo Belmonte, el toreo es un ejercicio de orden espiritual?– y recorrió en un momento casi cincuenta años de torería auténtica (…) Qué espectáculo tan maravilloso es éste que nos provoca emociones tan hondas, tan auténticas (…) Muchísimas gracias, maestro, por tanta grandeza.

Volviendo a lo terrenal, Curro Romero también hizo de las suyas, aunque sin llegar ni mucho menos a la cumbre antoñetista (…) Buenas verónicas y medias en el saludo y en el quite, y muletazos de empaque y compás con ambas manos que, en ese momento, convertían el duelo de veteranos en una desigual comparación entre un sexagenario cansado, que no había logrado asentarse en su primero, y un torero simplemente maduro, que llenaba plaza como cualquier jovencito. Pero tras la faena histórica se giró el espejo, y fue Romero, en el cuarto, quien pareció impotente para intentar siquiera acercarse a la plenitud del madrileño". (6 Toros 6, 19 de octubre de 1999).

De ahí a la eternidad

Después de eso ya casi no hubo mañana para ninguno de los dos. O sí, el que depara la historia para los semidioses de los ruedos, con esa aura de misterio presente como nunca en el fugaz e imperecedero encuentro entre Antoñete y "Caradura", de Victoriano del Río, sobre la arena amarillenta de Jaén.

Por cierto, al día siguiente, otro veterano se despedía para siempre de la profesión en el mismo coso jienense. El 17 de octubre de 1999, Tomás Campuzano, sevillano de Gerena, dueño de una recia tauromaquia iniciada a finales de la década del 70, recibía, él sí, el rabo de un castaño toro de Jandilla al que toreó muy bien y mató recibiendo.


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