Luis Castro Sandoval (Mixcoac, 25-08-1912–Ciudad de México, 13-11-1990) es otro de esos toreros irrepetibles que alumbró nuestro país en la primera mitad del siglo XX. De recia complexión y oscura tez, arribó al toreo portando ya el apodo que lo haría famoso, resultado de haber crecido en las inmediaciones del cuartel militar de Mixcoac, donde de niño solía jugar a ser soldado. Y si en un principio sólo lo distinguieron sus arrebatos de valor, con el tiempo fue refinando, templando y asolerando de tal manera su estilo que terminaría por convertirse en uno de los artistas de personalidad más vigorosa en la historia del toreo en México.
Aunque obtuvo aquí una alternativa fugaz (Toreo, 05-03-33), España iba a consagrarlo como novillero de moda hacia 1934, año en que su rivalidad con el regiomontano Lorenzo Garza –otro ejemplar legendario– hizo explosión en la plaza vieja de Madrid, que los dos mexicanos llenaron por última vez aquel verano en tres novilladas grabadas a fuego en el historial del coso de la carretera de Aragón. Ya matadores, ambos continuarían repletando plazas ibéricas y acaparando comentarios en pro y en contra hasta que estalló el boicot de 1936 que los devolvió a casa. A ellos y a todos sus paisanos toreros, de a pie y de a caballo. Para dar lugar a la eclosión de arte conocida como la época de oro mexicana.
Al contrario que en España, El Soldado, en su madurez, se caracterizó como diestro profundamente desigual, que alternaba broncas escandalosas con triunfos delirantes y temporadas exitosas con otras en las que permanecía como ausente. Siempre me sorprendió, cuando la edad y mi afición ya me permitían llevar cuentas bastante claras de quién había sido quién en la historia del toreo en México, que tantos aficionados viejos soltaran el nombre de Luis Castro antes que el de otros ases de su tiempo, siendo que no llegó a alcanzar –aunque en ocasiones se les aproximara– la categoría de Armilla, Garza, Silverio o Arruza. De ese tamaño debió haber sido lo que transmitía la personalidad apasionante de El Soldado, que no acababa de irse cuando sus coetáneos en el arte llevaban ya tiempo jubilados, tristemente dispuesto Luis a explotar hasta límites nada convenientes su condición de reliquia de un pasado cada día más lejano.
La despedida
Hasta que un buen día, cuando ya no se contaba con él para nada, vimos anunciada la despedida de Luis Castro "El Soldado". Sería en El Toreo de Cuatro Caminos, que cerraba así su temporada de 1961-62, con Manuel Capetillo y Joaquín Bernadó como compañeros de terna y con un encierro de Tequisquiapan. Buen cartel éste, pues reciente estaba la gran faena del catalán con "Manzanero" de Coaxamaluca (01-04-62), y también la gesta de Capetillo dejándose herir por un complicado morlaco de Mimiahuapam con tal de disputar una Oreja de Oro que finalmente se llevó Joselito Huerta (15-04-62). Además, Capeto le había prometido a Luis Castro, su padrino de confirmación en la México (23-01-49), que le gustaría ser uno de sus alternantes el día que decidiera decir adiós a la profesión.
Antología capetillista
Manuel había iniciado flojamente esa campaña, misma que marcó el regreso a México de los toreros españoles, previa firma del convenio que siguió a la ruptura de 1957, tercera que se daba entre las torerías de ambos países. La baja forma del tapatío la atribuyeron algunos a la cornada cuasi mortal de "Camisero" de La Laguna (22–03–59), pero más bien se explicaba por la tendencia de Capeto a distraer sus actividades taurinas para frecuentar los sets cinematográficos, donde su figura de galán ranchero alcanzó niveles de gran aceptación popular. Sea como fuere, "el mejor muletero del mundo" –don Alfonso de Icaza "Ojo" dixit– les debía a los capitalinos una tarde de las suyas. Y con esa convicción partió plaza, celeste y oro, aquella cálida tarde abrileña.
Lo que siguió fue uno de los días grandes del torero charro de Guadalajara. Una de esas veces en que se nota que un hombre en traje de luces viene por todas desde que pone un pie sobre la arena. Le tocó el lote bueno de la corrida y estuvo inmenso con los dos astados. Por encima de ellos, sin duda. Más cuajado "Cadenero", su primero, Manuel lo saludó con el ánimo seguro de quien ha salido dispuesto a darse por entero al placer de torear –hacía mucho que se había decantado por la muleta quien de primerizo ganó fama de inspirado cultor del primer tercio–, y fue en el de muerte cuando, de entrada, cuajó una de sus faenas a base de muletazos lentos, largos, dramáticos, en series de gran extensión e intensidad. Y con las orejas al alcance de la mano, par de pinchazos previos a la estocada redujeron el premio a una vuelta al ruedo muy aclamada porque Capeto, cuando se confiaba y acomodaba así, impactaba como pocos el alma de la multitud.
El alboroto iba a reproducirse con réditos con "Peluquero", quinto de la tarde. Como preámbulo de la gran faena –una de las mayores en el historial del tapatío–le vimos doblarse concienzudamente con un ejemplar que no parecía prometer gran cosa. Pero que una vez fijo en la muleta no tuvo más remedio que embestir y embestir, mientras Capetillo bordaba el toreo en redondo y la plaza rugía. Largos eran los pases, largas las series y largas las faenas grandes de Capetillo, de las que ésta de "Peluquero" podría servir de modelo. Y como aseguró la muerte del de Tequisquiapan al primer viaje, el coso se vino abajo, ronca la gente y blancos los tendidos; las orejas y el rabo no los discutió nadie, mientras el triunfador recorría repetidamente el anillo entre aclamaciones y lluvia de prendas y ramos de flores.
Prensa exaltada
Veamos cómo describió la faena de Capeto con "Peluquero" el anónimo cronista de Novedades (¿sería Emilio Zambrano Silva, que solía cubrir las ausencias de Carlos León?): "Aunque con no muchos kilogramos, "Peluquero" era un toro de respeto (…) Recibió buena ración de castigo en varas para llegar al último tercio en excelentes condiciones (...) El ahijado brindó al padrino (se refiere a El Soldado) y empezó con dos pases altos, los pies clavados en la arena (…) Viene una serie de doblones y, una vez hecho con el toro, la primera tanda de derechazos hace brotar los primeros olés por lo templados y mandones. Se han apagado apenas las dianas y Capetillo, por el mismo lado, liga cinco derechazos de su marca que levantan al público de sus asientos. Más música y los primeros gritos de ¡torero! ¡torero! Recreándose en su labor y en el ambiente que ha provocado, Capetillo se pasa la muleta a la izquierda y ejecuta la primera tanda de naturales –seis– que le resultan portentosos, los cuales remata con un forzado de pecho que es toda una lámina.
El ruedo tiene ya una alfombra de prendas, sombreros y flores. Capetillo ha convertido la plaza en un manicomio. Pero no ha terminado (…) Vuelve a citar, para una tanda de seis naturales en que los pitones de "Peluquero" apenas rozan la franela, impecablemente templado y despedido. Aún no remata Capetillo y ya flamean pañuelos en el tendido. Todavía instrumenta tres derechazos sublimes para, sin más adornos, tirarse a matar y dejar un estoconazo hasta la empuñadura. No es posible describir la ovación, que es de auténtica locura. Capetillo cojea, ligeramente resentido de la cornada de hace quince días. Al burladero le llevan las orejas y el rabo (…) Capetillo pide que le den la vuelta al ruedo al toro, que salga El Soldado y que salga el ganadero (Fernando de la Mora Madaleno) para acompañarlo en su paseo triunfal entre gritos de ¡torero! ¡torero! (Novedades, 30 de abril de 1962).
Para "Jarameño" (Antonio García Castillo) "Peluquero" fue manso (…) y llegó con genio al tercio final (pero) Manuel lo supo aguantar, supo quedarse quieto y correr garbosa y serenamente la mano sin importar que el bicho se le ciñera más y más en cada pase, con la emoción agregada de la pujanza y el peligro, en medio de las cuales fue brotando la gran faena capetillista." (Ovaciones, ídem).
Buena tarde del catalán
El lote de Bernadó tuvo menos posibilidades, pero Joaquín hizo hasta lo imposible por continuar sumando puntos en la estima de la afición mexicana. Y aunque sin tino al estoquear, puede decirse que lo logró. Su toreo de capa fue, con mucho, el más lucido de la tarde –verónicas, chicuelinas y saltilleras, de planta firme y trazo fino–. Y si mérito tuvo su primera faena, por la que fue llamado a dar la vuelta al ruedo, con el cierraplaza "Tortolito", un cárdeno plateado precioso pero remiso y probón, Bernadó porfió y expuso en serio, sin alterar para nada el aire severo y pulcro que siempre lo distinguió. Toro difícil de matar, los pinchazos diluyeron su éxito de artista y torero responsable.
¿Y El Soldado?
Con Luis Castro estuvo el cónclave comprensivo y cariñoso, disculpando sus indecisiones y falta de sitio con dos bichos, "Sevillano" y "Perlito", sosos y sin estilo. Un momento hubo, sin embargo, en que Luis volvió a rejuvenecer y sentirse torero. Fue en la parte final de la faena del adiós, que el cronista de Novedades describió así: "Empezaron a sonar Las Golondrinas y el público se fue poniendo poco a poco de pie, produjo una ovación cariñosa y cálida y El Soldado como que se transformó. "Perlito" traía la cabeza como un badajo (…) exigía un lidiador, Luis Castro sintió que estaba ahí para eso e hizo de la suya una muleta garra. Rodilla en tierra instrumenta una serie de doblones imponentes, de verdadera pelea y poderío (…) Los tendidos trepidaron. Varias palomas fueron echadas a volar. Las Golondrinas se oían más claras, más vibrantes (…) Se saturó de entusiasmo el público y El Soldado, sereno, fue tirando de "Perlito" con muletazos imperiosos hasta dejarlo listo para la suerte suprema (…) Se tira derecho, ansioso por fulminar al de Tequisquiapan, que rueda sin puntilla (…) Los tendidos se cubren de pañuelos y la autoridad concede la oreja. Siguen sonando Las Golondrinas cuando Luis se retira al burladero, donde es recibido con abrazos –el primero, de Capetillo– (…) Trofeo en mano da la vuelta al ruedo, escurriendo lágrimas por su rostro enjuto y ya envejecido (…) Los aficionados viejos sienten un nudo en la garganta. A los pies del diestro llueven por última vez prendas y claveles". (Novedades…)
El Torero de bronce
Así lo llamaron en sus días de esplendor, a los que corresponde este bello trozo de prosa. Lo escribió El Tío Carlos (Septién García), en homenaje a las célebres verónicas de El Soldado a "Porrista" de Torrecilla en el Toreo de la Condesa (05–03–44), y no me resisto al deseo de reproducirlo hoy aquí:
"Sobre la arena húmeda –olor a tierra mojada, cabrilleo de sol tímido– se abrió el asombro de un capote de torear duro y moreno como el bronce, hondo y suave como una caricia. Rosas de hierro forjado resbalaban al suelo de entre sus pliegues (…) A fuego vivo labró el artista ante nosotros su milagro; cuatro rosas como de forja dieciochesca. Y la multitud se entregó ante el prodigio (…) Había presenciado la resurrección de los viejos, desdeñados prestigios de la verónica (…) ¡Qué honda revolución hubo en los tendidos ante los lances de Luis Castro! Tembló la plaza hasta sus cimientos: temblaron los huesos de acero de su oxidado esqueleto (…) Un clamor inacabable llenó los ámbitos y se perdió allá arriba, entre nubes cargadas de lluvia y los claros azules de una tarde equívoca. ¡Qué honda revolución!" (Septién García, Carlos. Crónicas de toros. Edit. Jus. México. 1948. p 151).