En los años setenta y parte de los ochenta, era muy frecuente que la mayoría de los toreros quisieran parecerse a Manolo Martínez, por la sencilla razón de que era el mandón de la Fiesta de México, el amo del coso de Insurgentes, y un torero que conmocionaba a los públicos, amén de que sabía dividir, provocaba, y generaba controversia.
Manolo legó a la Fiesta una "herencia el caos", porque en una canasta metió todo lo bueno y todo lo malo, tanto de su toreo como de su avasalladora administración, y a partes iguales, de la inseparable mano de su compadre, el vehemente apoderado –y gran ganadero– Pepe Chafik.
Y esa forma de torear que sigue la misma madeja de un "hilo del toreo", parafraseando al maestro Pepe Alameda, que venía de lejos, desde Rodolfo Gaona, que fue el primer torero nacional que sentó las bases de lo que iba a ser el estilo del toreo acuñado a esta orilla del Atlántico, pasando por la sabiduría del maestro Fermín Espinosa "Armillita", el afiligranado arte de Pepe Ortiz, la arrolladora personalidad de Lorenzo Garza, el temple de Silverio Pérez, la largueza de trazo de Manuel Capetillo y la profundidad de Manolo, que conoció como pocos el toro que impuso cuando los ganaderos de primera línea seleccionaban en función de los gustos personales del regiomontano.
Pero más de dos décadas después de que terminó el siglo XX, y a 34 años de distancia de que Manolo toreó su última corrida en La México, resulta curioso observar que un torero tan joven como Sebastián Ibelles, bebe en esa fuente martinista que marcó toda una época.
Aunque varios toreros aplicaron la técnica martinista y trataron de imitar su formas expresivas, hacía tiempo que un torero mexicano no volvía a esos orígenes, con la bendición de un público que no entiende de técnica, sino sólo de sentimiento, y cuando se torea con el alma, le da igual si el torero lleva la pierna de salida retrasada, abusa del pico de la muleta, o se pasa los toros más o menos cerca. Porque este sensible público mexicano, primero siente... y luego existe.
Por eso cuando Sebastián Ibelles bregó con cadencia al único toro bueno del descastado encierro de Julio Delgado, la gente percibió que estaba ante un torero desconocido, y no había prejuicio alguno porque, precisamente, no se le conocía de nada.
En este sentido, Ibelles estaba inédito como matador de toros en la Monumental de Aguascalientes, y su única comparecencia en la ciudad había sido en la centenaria plaza "San Marcos", durante una novillada de la temporada de 2019.
Así que, posiblemente, nadie recordaba el estilo abigarrado, de alcayata, templadísimo, y sentimental de este torero mexiquense, cuya figura y personalidad evoca a la de tantos soñadores de gloria de aquellos años setentas que pretendieron emular a Manolo Martínez.
La gratísima sorpresa en este caso es que nunca lo vio torear sino en videos, y ahí se inspiró para luego aplicar ese toreo largo, despatarrado, de sentimiento y largueza, que le aplicó a ese toro llamado "Recuerdo", cuyo nombre era premonitorio de una añoranza por aquel mandón de patillas largas, parco en el hablar, profundo en el torear, que sigue siendo el rasero de medir toreros tantos años más tarde.
Y Sebastián se enredó con el toro de Julio Delgado en una faena precisa, en colocación, alturas y toques; mandona, templada, con trazos tridimensionales, acompañando con la cintura y el pecho, arrebatado y técnico a la misma vez, con esa claridad de ideas para cuajar a un toro de ascendencia garfeña, que tan bien conocía e impuso el propio Manolo. Vamos, aquel toro hecho a la medida de su arte.
De "magnífico" puede ser calificado un trasteo que nos llevó a los albores de los años ochenta, cuando Martínez se prodigaba en su mera salsa, despertando pasiones y prodigando arte, el suyo, único e irrepetible, que en Sebastián Ibelles tiene un aventajado alumno que, dicho sea de paso, no se parece a ningún otro torero del escalafón mexicano de este tiempo. Y en ello reside su interés, su valía.
De haber matado con la certera estocada de su segundo viaje, seguramente le hubiesen premiado con las dos orejas de "Recuerdo"; por lo menos, se llevó una peluda y otra de oro, para recordar que la Fiesta siempre tiene reservados momentos inesperados, preciosos, como el que este joven de 23 años le regaló a la afición hidrocálida.
Ahí queda una faena sabrosa, de inspiración martinista, que abre la discusión a tantos años de distancia de las gloriosas temporadas de aquel gran torero mexicano, un referente indiscutible de esta tauromaquia. La de México.
José María Hermosillo le sacó agua a una piedra, gota a gota, horadó sin descanso delante de un noble marmolillo al que le pisón el terreno con gran determinación para cortarle una oreja con el favor del público, luego de un pinchazo y un aviso.
José María Pastor mantuvo el hilo conductor de una lidia diáfana con capote –tres largas cambiadas de rodillas, un quite, tercio de banderillas– y ni siquiera la fuerte voltereta que se llevó menguó su ánimo, el de un torero que demostró oficio y frescura, que con su actitud está pidiendo más oportunidades.
El Galo se afanó durante toda la lidia de su toro, el tercero, y descubrió en un palco al famoso tenor Plácido Dómingo, al que brindó una faena esforzada que no lució por la sosería de un ejemplar deslucido, mientras que, a José Mari Macías y a José Miguel Arellano, trataron de sacar la cabeza con su escaso rodaje. El tlaxcalteca salió mejor librado y se sobrepuso a las dificultades del segundo, y es otro torero que no hay que perder de vista. El hidrocálido se notó algo nervioso y un tanto embarullado, delante de un toro de bonita lámina pero que no valía un duro.
Y de entre estos seis espadas, que venían cargados de ilusiones, brilló ese toreo martinista, por expresivo, de un Ibelles que torea a la mexicana, con sabor, largueza y temple, muy en esa cuerda de otros años. Bienvenido, torero. Sigue tu propio camino, pero sin apartarte de ese maravilloso espejo del pasado.