Juan Ortega detuvo el tiempo el lunes pasado en Sevilla. Paró los relojes y encendió los corazones. "Así fue", que diría El Pipo. Ni más, ni menos. Pero lo más trascendente de esa forma de torear es la base en que se sustenta. Porque torear despacio, cuando un toro lo permite, es lo más difícil del mundo.
Por principio de cuentas, para poder torear despacio se requiere un valor impresionante, pues de otra manera es imposible pensar en torear a una velocidad más pausada que la acostumbrada. Desde luego que la clase del toro "Florentino" también se lo permitió. Pero no sólo es que el toro lo permita, no.
Torear despacio es fundirse con el ritmo del toro y ser capaz de transformarlo en hondura cuando su embestida llega al embroque. Y cargar la suerte es el instante mágico en que la ejecución de una verónica o de un muletazo, adquieren una belleza más pura, más profunda.
Es entonces cuando el arte del toreo cobra el más íntimo de sus sentidos: que el artista que lo realiza exprese todo lo que lleva dentro, con la sinceridad de quien se está jugando la vida en aras de expresar un sentimiento.
De hecho, nunca se llega a saber qué es lo que un torero "lleva dentro". Por eso, el toreo es una expresión del espíritu; es decir, una expresión etérea, desconocida, que flota en el aire y sólo se materializa en la intensa emoción de quien lo recibe.
¿Y cómo recibe cada uno ese mensaje artístico? A su manera, con su experiencia previa del toreo; con todo aquello que la vivencia de una emoción colectiva tan contagiosa le aporta en ese mismo momento en que, como el otro día en la Maestranza, un torero se funde con un toro y crea una obra de arte intangible que se instala en la retina y la memoria de quien lo recibió, y que con el paso de los años vuelve a paladearse con el recuerdo, con la evocación de lo que en su día fue.
Pero más allá de esa capacidad de Ortega de torear con una cadencia asombrosa, lo más complicado es ralentizar la embestida del toro una fracción de segundo, y transformar aquello en una maravilla que no puede ocurrir todas las tardes.
La ilusión de que vuelva a suceder, tanto para él como para los que así lo anhelan, le otorgará esa etiqueta tan poco usual hoy día en la Fiesta: la del torero artista que hay que saber esperar, porque en cualquier momento, en una plaza de primera categoría como Sevilla, o en una de menor jerarquía, cuando salga ese toro con tanta fijeza y calidad, Juan estará ahí para volver a tratar de explicar su misterio.
Torear despacio… como en aquella décima de Gerardo Diego, titulada "Verónicas gitanas"
Lenta, olorosa, redonda
la flor de la maravilla
se abre cada vez más honda
y se encierra en su semilla
como huele a abril y a mayo
ese barrido desmayo,
esa playa de desgana,
ese gozo, esa tristeza
esa rítmica pereza...
¡Campana del sur, campana!