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La jueza que no sabe

Jueves, 01 Feb 2024    Madrid, España    José Carlos Arévalo | Foto: Archivo   
"...Las cosas no son tan claras como cree el antitaurino..."
Suele suceder que el antitaurino no haya ido nunca a los toros y que, sin embargo, condene las corridas. Y el aficionado suele indignarse con el atrevido que reprime lo que desconoce. No le falta razón. Pero el antitaurino tiene las cosas claras. Dice: al toro se le pica, banderillea y mata a espada. ¿No es eso maltrato animal? Y el aficionado le responde: ¿Qué pensaría un hombre de la selva trasladado a la civilización y que sin previo aviso viera a un cirujano introducir su bisturí en el cuerpo de un semejante?

Las cosas no son tan claras como cree el antitaurino. El aficionado lo sabe bien. Por eso afirma que "el toro bravo no se duele al castigo". Y lo demuestra el propio toro, que repite su embestida al caballo después de haber recibido la primera vara. Y la repite en banderillas cuantas veces lo citan. Y repite siempre al cite de la espada cuando el matador falla una y otra vez. 

Hace tiempo, en el siglo XIX, se dieron algunos espectáculos de lucha entre el toro contra el león o el tigre. Y siempre ganaba el toro porque el zarpazo o el mordisco le eran indiferentes, mientras que las dos fieras se dolían de la cornada y terminaban por huir. 

Pero la afirmación del aficionado, por mucho que la experiencia la haya contrastado, es una deducción de sentido común, aunque no probatoria. Sí lo es la investigación científica. Y la biología, que es una ciencia moderna, ha demostrado en este siglo que el toro de lidia tiene un sistema neurohormonal superdotado. Y que cuando se produce una agresión en su piel, como el puyazo o la banderilla, se activa una serie de neurotransmisores, como el cortisol, que estimula su agresividad, y como la betaendorfina, un opiáceo natural, en el toro que es doscientas veces superior a la morfina, pues actúa en el lugar de la herida y bloquea el dolor casi automáticamente. Del mismo modo que la banderilla, a la que significativamente los toreros llaman las avivadoras porque al efecto del pinchazo en la piel se une el galope con la cara alta, que oxigena su sistema respiratorio y revitaliza su musculatura. Y si la estocada es letal y no tiene paliativo neuroendocrino que la anestesie, su daño viene compensado porque entonces el toro muere. Pero lo hace, en comparación con el bovino muerto en matadero industrial, con una cota de estrés infinitamente más baja.

Pero esto no lo sabe, ni quiere saberlo la jueza y el antitaurino. No saben que en México, séptimo país en el ranking mundial de producción bovina (datos de 2023), con 2 millones 218 mil toneladas de carne bovina al año (no tengo idea de a cuantos cientos de miles de reses corresponde tamaña cifra de toros muertos en pasividad y con su instinto de conservación disparado y reprimido), es francamente ridículo, o mejor dicho, poco ético, condenar la lidia y muerte del único animal en el mundo que muere luchando y que pone como precio a su muerte que el hombre se juegue la vida. Y de paso, provocar la extinción de toda la cabaña mexicana de bravo si se prohibieran las corridas. Curioso, la asociación antitaurina que ha presentado el amparo para el quizá próximo cierre de la Plaza México se llama "Amor a los Toros". Tela.

Pero de todo lo dicho nada sabe la jueza de marras, ni los vándalos que el pasado domingo apedrearon a los aficionados que llenaron La México. La lista de cosas que no sabe la ilustre jueza, ni el analfabetismo antitaurino, es que el toro de lidia es el único animal en todo Occidente que desde hace más de 300 años tiene garantizado un hábitat conforme a su estructura biológica, donde cumple todas las edades del bovino, a diferencia del toro para consumo, que muere artificialmente engordado después de vivir un año prácticamente enchiquerado.

Tampoco sabe que la demografía del rancho en que habita es de 1.6 cabezas de ganado por hectárea, ni que el número de reses sacrificadas en el ruedo es el 6.7 de la carga ganadera de cada divisa. Ni que la lidia del toro es el único arte escénico protagonizado por el hombre y el animal. Ni que el aficionado no va a la plaza a divertirse con su sacrificio sino a valorar cómo la violencia de su embestida se convierte a la cadencia del arte. Ni que la gloriosa historia del toreo mexicano, con una nómina de artistas geniales a la que su decisión insulta, sufre ahora el menosprecio de su manifiesta incultura.

Y como no sabe nada de nada, la jueza también ignorará que hace exactamente 100 años, los gringos, que entonces gobernaban en Cuba, cerraron la Plaza de Toros de La Habana, en aquel tiempo la más grande del mundo. Bonita conmemoración la del presunto cierre de la que hoy es la plaza más grande del mundo.


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