Parecía que los de Tequisquiapan nos echarían a perder la tarde. En cuatro toros, apenas la compostura torera de Alfredo Leal para cubrir el expediente ante par de bureles sin alma. Intentos vanos de El Viti y Solórzano hijo. Y en la arena, quinto del encierro, un "Aventurero" con dos agudos pitones y un triángulo blanco sobre la frente. Para Santiago Martín. Y para que Juan Pellicer Cámara (Juan de Marchena) pudiera escribir esta crónica memorable:
Faena cumbre
"¿La faena al quinto toro es la mejor que ha hecho El Viti en la México? ¿Fue mejor que la que hizo en Sevilla, en la feria de abril del año pasado? Creo que es la mejor que ha hecho aquí, y también creo que fue mejor que aquella de Sevilla. Torear tanto en tan poco terreno fue uno de los méritos excepcionales de lo que hizo ayer Santiago Martín (…) La faena se inició en el centro del ruedo. Lacónico, como una rotunda afirmación, el pase de trinchera y ahí, en un palmo de terreno, los ayudados por abajo, sencillamente perfectos. El torero y su muleta eran un todo.
Una misma intensidad recorría, desde los talones del torero hasta la punta de la muleta. Y, siempre en los medios, otro pase de trinchera y otra serie de ayudados por abajo, cargando la suerte, sí, cargándola de toreo, cargándola de belleza, cargándola de emoción (…) el torero como eje de aquella circunferencia, trazada por una muleta que los pitones no alcanzaron nunca y que estuvo siempre a la misma distancia de ellos. Y, siempre en un palmo, otra tanda de muletazos como los anteriores, rematados con el de pecho con la izquierda, pasando la muleta desde el testuz hasta la penca del rabo. Y el toreo por naturales, tan sencillos, tan sencillamente extraordinarios, engranados con asombrosa facilidad, levemente inclinada hacia adelante la figura, para quebrar, y en esto consiste el mayor mérito del toreo, la línea de la embestida.
No se puede torear mejor, ni el pase natural ha podido volver a serlo tanto, después de sufrir tantas interpretaciones o mixtificaciones. Las series de naturales de esta faena de El VIti fueron la expresión más pura del toreo. El toreo por alto brilló en los pases de pecho con la izquierda y en los afarolados lentos y toreando auténticamente, alcanzando los molinetes un garbo excepcional.
Entrando por derecho, una estocada tendida, y después, otra vez el toreo en redondo y con la derecha. No era posible que esta faena quedara sin la coronación de una gran estocada. Volvió a perfilarse El Viti, y dejándose ver, dejándonos ver el volapié, sepultó el estoque hasta las cintas en lo más alto del morrillo. Estocada fulminante. Una explosión de pañuelos agitó la plaza. Con las dos orejas del bravo toro de Tequisquiapan recorrió el ruedo el extraordinario torero castellano. Faena cumbre, que se recordará por muchos años." (Esto, 5 de enero de 1970).
El arte con sangre sale
Chucho Solórzano solamente lució en banderillas. No pudo con la casta de su primero –el precioso berrendo en cárdeno "Tortolito" – y tampoco se entendió con el viento y la aspereza del sexto. Leal, muy puesto, no consiguió sino taparse con el lote quedado e insustancial que le tocó. Pero fue como si el éxito de El Viti le avivara el amor propio. Y decidió regalar un Torrecilla que rumiaba sosegadamente en los corrales. Escriben al respecto dos notarios eminentes del acontecer taurino, José Alameda y Manuel García Santos. Éste último lo puso en los términos siguientes:
"¿Cuánto valen dos orejas de un toro…? ¿Una cornada…?... ¡Venga…!
Y se salió a los medios, cuando Chucho Solórzano se disponía a iniciar su faena, y le hizo seña al público de que iba a regalar un toro. Era de Torrecilla. Cornivuelto. Escaso de carnes. Luego se vio que tenía poco poder, porque se cayó. Pero era un toro de buen estilo. Alfredo se fue al toro con la decisión del triunfo en el semblante. Le presentó al toro la muleta, y desde que el toro le embistió, hasta que le metió la espada en lo alto, enterrada hasta los gavilanes, todo lo que hizo fue de torero del mejor arte y el mejor gusto (…) La faena transcurría por los cauces del arte y de la sensibilidad torera. La ligazón era perfecta.
El mando absoluto. Los muletazos se sucedían limpios, dibujados, engranados en una cadena de toreo magnífico. Y en un descuido –por estar el torero dentro del toro durante toda la faena–, el toro lo volteó. Se vio pronto que Alfredo estaba herido. El arte le dejó sitio al dramatismo. La plaza vibraba. El torero, cojo y con abundante hemorragia, seguía en la cara del toro bordando el toreo. La estocada rubricó aquella perfección y aquel acento dramático. Cortó las dos orejas, lo aclamaba la gente, no se interrumpían las ovaciones (…) Y Alfredo, camino de la enfermería, iba acaso diciendo: --¿Cuánto valen dos orejas…? ¿Una cornada…? ¡Venga…!"
Pepe Alameda
por su parte, lo narró así: "Ese toro, "Rumboso" de nombre, fue a más. Y llegó al tercio final con todo el rumbo de la templanza y el buen estilo. Pero toros tan buenos necesitan siempre un torero muy bueno. Y el torero, allí estaba. Los muletazos en redondo de Alfredo sobre la mano derecha fueron los más sentidos que ha dado hasta ahora, superando incluso aquellos de su faena a "Cuate" de Reyes Huerta, la otra tarde (21–12–69)… Por el lado izquierdo el toro era menos dócil y, sin embargo, Alfredo le paró, le aguantó y le corrió la mano, olvidado del riesgo, embebido en su arte, entregado hasta el punto de que el toro no tuvo más que revolverse a la salida de un pase para levantar al torero y pasárselo de un pitón a otro, dándole la cornada seca en el muslo derecho.
Y ahí vino lo grande. El torero, con el muslo roto, se quedó en la línea de batalla. Y como si el dolor le acendrara el sentimiento, dio los mejores pases de su portentosa faena. La emoción del arte, aunada a la del sacrificio, que a cada instante iba siendo más visible, pues al diestro le fallaba la pierna herida, pero nunca el corazón indemne, que se comportaba como si el fuego de su sangre torera le cauterizara el dolor. Toreando así, a sangre y fuego, dio Alfredo Leal su más alta medida de torero y de hombre, grandes valores estéticos y morales de la fiesta de toros. A ver quién puede negarlos." (El Heraldo de México, ídem).
Años después, cuando la ola taurofóbica ya rondaba aunque todavía sin desbordarse, Leal contestó con esta sencillez a la pregunta de un entrevistador que lo inquiría sobre el sufrimiento de los toros durante su lidia: "No creo que experimenten dolor. A nosotros nos pasa: cuando estamos heridos, la excitación de la faena, la adrenalina, inhibe el dolor, que no sentimos hasta que las heridas se van enfriando".
Alfredo Leal –azul rey y oro--, estaba en la cima de su arte. Y la Plaza México lo seguiría constatando; El Viti –azul celeste y oro–, había trazado la mejor faena de su vida en el ruedo metropolitano, al que regresaría un año después pero ya sin esa aura esplendorosa, más bien al contrario. Gracias a los dos –tan distintos de expresión, tan enormes toreros ambos–, la afición mexicana había vivido una de esas jornadas que no se olvidan. Anochecía aquel 4 de enero de 1970. Y con el calor emotivo de la faena y cornada de Leal ni se percibía el frío que ya se cernía sobre la ciudad.
Chucho Solórzano, que también se puso obsequioso –por lo que en octavo lugar se dio suelta a "Gavilán" de Tequisquiapan– se había mostrado dispuesto en todo momento, consiguió algunos lances estimables, puso un gran par de banderillas y muleteó empeñoso y valiente aunque algo apresurado. Tampoco es que el astado valiera gran cosa. Y poco pudieron agregar hombre y burel a ocasión tan venturosa. Tarde de arte y sangre. De plaza llena y emociones fuertes. De toros y toreros de verdad.