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Una atípica corrida en Teziutlán...

Lunes, 21 Ago 2023    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | La Jornada de Oriente   
Matadores y subalternos se negaron a que la corrida continuara
Viajar a la Sierra Norte del estado. Conocer una plaza ni grande ni pequeña, pero impregnada de un sabor y un colorido muy particulares. Ver los toros desde un burladero del callejón, al lado de los narradores de la radio…

Demasiadas emociones juntas para un chamaco de doce años. Incluida la que supone tocar los alamares de un traje de luces con mano temblorosa o estremecerse ante la cercanía del peligro, el ruido de las astas al derrotar contra los tableros, la arena que las pezuñas salpican, el golpe seco del caballo de pica estrellado contra la barrera por el empuje del burel, el rostro angustiado de un peón perseguido, la voz de mando del matador, capaz incluso de llamarle la atención con brusquedad a un subalterno. En el momento, una secuencia alucinante.

En los días y noches subsecuentes, un cúmulo de sensaciones revividas en desorden, pero que, estuviera donde estuviera –la casa, la escuela, la calle…—apartan la mente de esa otra realidad, la rutinaria, la del día a día. Existir dentro de una nube cuajada de felices sobresaltos y no exenta de incertidumbre. No lo sabía aún, pero eso y estar enamorado eran casi lo mismo.

En síntesis, demasiadas emociones juntas para un simple doceañero de la era predigital.

La radio ensancha el mundo

Vamos al contexto. En Puebla habían ocurrido tres cosas sin las cuales aquel viaje iniciático nunca habría sucedido. Por un lado, en el otoño anterior se dio la más copiosa secuencia de festejos –corridas y novilladas alternadas en diez domingos consecutivos– en la larga historia de "El Toreo", plaza construida un cuarto de siglo atrás bajo la supervisión de mi abuelo paterno. Por otro, acababa de estrenarse una estación de radio cuyos alcances superaban con mucho los de las dos preexistentes en la ciudad –¡5 mil watts de potencia! repetía con orgullo a toda hora el estribillo publicitario.

Y dentro de esta segunda coincidencia una tercera: "Joseluis" Ibarra, hermano de mi madre, taurófilo desde su adolescencia y uno de los locutores estrella de la flamante XEPA, tuvo a su cargo la narración de esa serie de festejos, además de conducir un programa sabatino que llenaba el auditorio de la misma con aspirantes a conseguir un boleto para la corrida del día siguiente si acertaban en la respuesta a alguna de las preguntas sobre asuntos taurinos que en dicha emisión se formulaban.

Fue gracias a esos ¡5 mil watts de potencia! que las ondas hertzianas hicieron llegar los animados relatos de Ibarra Mazari hasta Teziutlán, y la razón de que la difusora local lo invitara a compartir micrófono con su cronista de toros –llamado Martín Casillas—durante los festejos de la centenaria feria en la cual los teziutecos desafiaban anualmente los no menos puntuales aguaceros de agosto, aún sin los sucesivas cubiertas que con desiguales resultados se fueron instalando posteriormente para proteger el ruedo de chubascos.

Y allá vamos, carretera arriba, yo en plan de auténtico pegote a favor de la generosa invitación del tío. Es la mañana del domingo 13 de agosto de 1961. Me muero de emoción.

Pasaporte a la inmortalidad

Toda faena capaz de sacar de quicio a los aficionados por lo redonda, rotunda y triunfal cuenta, normalmente, con la colaboración de un gran toro, que en el lenguaje taurino de nuestro país queda inmortalizado, puesto que difícilmente se olvidaran su nombre y el del diestro que lo cuajó. Jamás había visto indultar un astado, y la placita "El Pinal" tampoco, según informa el mosaico que aún sobrevive en uno de los muros del bello y torero coso serrano. Tan torero que en su contrabarrera, en vez de anuncios publicitarios, reproducía en aquel entonces los hierros de las ganaderías y el colorido de las divisas del campo bravo mexicano.

"Centenario" de Piedras Negras

Fue el quinto de la tarde y creo recordar que Alfredo Leal ya tenía en la espuerta la oreja de su primero de Piedras Negras –a mí, desde el callejón, aquellos bufantes astados me parecieron monstruos apocalípticos; luego, revisando con cuidado las fotografías, me convencí de que fue una corrida más bien terciada. Nada modificaría, en cambio, la impresión causada por el faenón de Leal, pues la verdad es que nunca había visto torear con tal prestancia y suavidad, tan limpio y bien ligado todo, ni de capa –verónicas y chicuelinas señoriales– ni de muleta. Tras iniciar la faena con estatuario péndulo en los medios –otra primicia para mí–, fue desgranando Alfredo series interminables de naturales y derechazos, aguantando desde largo al principio, acortando poco a poco la distancia de los cites, sin que "Centenario" dejara de completar sus despaciosos viajes con entrega y nobleza excepcionales. 

Detrás de nosotros, el público fue escalando del entusiasmo al paroxismo, y del ruidoso jaleo a una no menos unánime petición de indulto, finalmente concedido, cuando ya la faena, luego de colmar su fase más clásica y pura, había derivado hacia los molinetes y desplantes de rodillas, entre los sombreros y prendas que fueron sembrando la arena del pequeño ruedo teziuteco.

Aquella apoteosis hizo palidecer las toreras porfías de José Huerta con un toro áspero y otro soso –dio una vuelta al ruedo–, y contrastó con cierta falta de sitio y forma física de Fermín Rivera, que aún firmaba esporádicos contratos para torear en provincia tras su apoteósica despedida en la Plaza México (17-02-57).

El diluvio

Para llegar esa primera vez a Teziutlán un mal cálculo de los tiempos –la neblina, más de tres horas de carretera… –nos obligó a depender como único alimento de las tortas compuestas que llevábamos "para el camino", antes de arribar precipitadamente a la plaza, ya con el toque del clarín encima. Tales apuros hicieron que se programara mucho mejor el viaje del domingo siguiente para asistir al segundo y último festejo ferial, incluido opíparo agasajo en un restaurante del centro por cuenta de los anfitriones.

Antes, en las corraletas de la plaza, pudimos constatar la imponente catadura del ganado de Rancho Seco, que los conocedores calificaban sin vacilar como pasado de edad y peso, mientras el cielo se oscurecía más y más como preámbulo de una tromba monumental que todo mundo consideró obligaría a suspender la corrida. No era para menos, en pocos minutos el ruedo era una alberca y una cascada tumultuosa escurría de los graderíos.

Incendiaria solución

Resignados todos a la suspensión, alguien recordó una fórmula sudamericana –eso dijo—para resolver situaciones parecidas. Y en menos de lo que se cuenta había gente regando gasolina sobre los charcos; cuando agotaron el contenido de los tambos hubo una pausa, un titubeo, porque nadie se animaba a arrojar un cerillo encendido sobre aquel desastre. Finalmente el que se decidió fue Manuel González "Pinocho", banderillero y apoderado de Jaime Rangel, que era el más joven de la terna anunciada. Tras el sorteo, había gestionado con Jorge "Ranchero" Aguilar –de quien se decía era el organizador de la corrida y propietario hacía tiempo del descomunal encierro– el trueque del más enorme y destartalado de los morlacos ranchosequeños por el más apañado de los seis. Tiempo había de tener El Ranchero para arrepentirse porque aquel torazo lo trajo por la calle de la amargura luego de sacrificar al último caballo de pica sobreviviente, lo que acabaría por provocar el prematuro final a la corrida.

Terror por duplicado

El primero lo provocaron las llamaradas que en un santiamén se elevaron desde el ruedo mientras Pinocho escapaba a saltos como "diablo de pastorela", según Carlitos Pavón rememora hoy con regocijo. Todos escapamos como pudimos, el fuego se veía desde la calle y de pronto se temió lo peor. Milagrosamente, la fogata se fue apagando y, finalmente, el averiado ruedo quedó más o menos practicable. Monosabios y voluntarios procedieron a aplanarlo a toda prisa mientras una camioneta de sonido esparcía por el pueblo la buena nueva de que la corrida finalmente se daba. 

Eso sí, de volver al callejón nada: esta vez me enviaron a la última fila, bajo techo. Se dijo que para protegerme de la lluvia. En realidad, por el temor de que cualquier galafate de los que estaban encerrados hiciera chuza si llegara a visitar el pasillo. Pero los estropicios temidos llegaron por otra vía y distintas razones.

El segundo y más duradero motivo de mortal tensión que presidió aquella corrida infernal llegó en cuanto empezó el desfile de toracos por la maltratada arena. Antonio Velázquez, que abría terna con toda su fama de valiente entre los valientes, mucho hizo con deshacerse de cualquier manera de los dos de su lote, ileso pero no sin emitir contra empresa y ganadero un elocuente surtido de maldiciones, según platicaba "Joseluis" en el viaje de regreso. 

Al Ranchero también le hicieron sudar la ropa, y el durísimo quinto lo mantuvo al borde de la huida, con la corta cuadra de jamelgos ya exterminada luego de unos primeros tercios tan espantosos como no he vuelto a ver: caballos con el paquete intestinal colgando o desangrándose sobre su lecho de arena, lastimeros relinchos por cada puntillazo fallido... Solamente Rangel se encontró con un bicho toreable –el que le cambió Pinocho a Jorge Aguilar– y pudo mostrar cualidades de buen muletero, aunque sus yerros con la espada lo privaron de cortar apéndices. 

El segundo suyo ya no se lidió. Los altavoces lo achacaron a la pérdida de visibilidad –la corrida empezó con demora en tarde de por sí cárdena oscura. Pero la realidad era distinta: matadores y subalternos se negaron a que la corrida continuara, al no contarse ya con caballos para la suerte de varas.

Dejamos Teziutlán bajo una impresión radicalmente distinta de las gozosas sensaciones del domingo anterior. Distinta, pero no por eso menos excitante. En ocho días, la fiesta de toros había hecho pisar el paraíso y asomarse al abismo a un adolescente azorado. Esa era la fuerza de la tauromaquia. Para la cual no hay plazas grandes o pequeñas sino el eterno y fascinante misterio de la casta indómita, el arte en vivo y la cercanía de la muerte.


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