Y pensar que no hubo lleno. Abrió Morante magistralmente la corrida con cuatro de sus imperiales verónicas y media. Luego ya nada volvió a estar a la altura hasta cuando saltó el tercero. Entonces, pasó algo tan hondo, de aquello que pausa los corazones. Cinco lances y dos medias por Juan ortega de una exquisitez, de un sentimiento y sobre todo la quinta, de una lentitud sublime que paró los relojes, como decían de Curro Puya. La música sonó de una y la tanda detonó como una carga de profundidad en el tendido, aunque seguramente más en el fondo del alma de Morante de la Puebla que la miraba.
Nadie había toreado así en esta feria. Ni en muchas. Ni siquiera él mismo. Y para colmo agregó tres delantales y una media catedralicia, que quedaron suspendidos en el tiempo y para siempre en la memoria. En esas, La Maestranza estremecida vio a Morante, picado salir al quite muy en corto, pero formidable, pintando un ramillete de cuatro chicuelinas estruendosas. Y el trianero, replicó, de nuevo con verónicas de ensueño y dos medias. Este tercio sublime queda porque queda en los anales de la tricentenaria plaza, junto a los mejores.
Todos los toros, excepto el cuarto, se pararon y se rajaron ante la muleta. Pero como si ya lo narrado por sí solo no hubiese pagado la tarde, "Ligerito", que lo era, 515 kilos, cuatreño, bonito de cara, negro No 82, desplegó, prontitud, codicia, nobleza y repetición que parecieron sin fin. A la antigua lo recibió José Antonio en las tablas. Dos faroles y dos lances por alto de rancia prosapia joselitista, seguidas por seis verónicas y revolera que volvieron a poner música y locura. Para qué describirlas, perfectas digamos. Y el quite a la tafallera, cuatro, con revolera y larga cordobesa luego, como yo no recuerdo haber visto. Urdiales alternó con modesto decoro, pero la réplica fue abrumadora. Cuatro gaoneras piel a piel, engarzadas, rematadas con fregolina y revolera. ¡Uf!
Ya muleta en mano, ayudados por alto antañones, y desde allí, una sinfonía de parar, templar, mandar, ligar y cargar la suerte que resumía, no el toreo de la época como escribí ayer, sino todo el toreo, toda la historia del toreo porque las emotivas embestidas dieron para eso en una faena que calaba el subconsciente y erizaba la piel. Las tandas de naturales fueron hasta de siete. ¡Torero! ¡Torero! gritaban, y cuando alguno insinuó indulto, el maestro tomó el acero y a reverendo volapié, le hizo los honores al bravo como debe ser, con una estocada suprema, frontal, cimera. La casta dio fuerzas al gran toro para ir agonizando a dos naturales más antes de rodar en medio del triunfo.
Dos orejas y rabo, que tras la vuelta al ruedo Morante le lanzó a Rafael de Paula en el callejón. Porque la tarde estuvo además llena de homenajes. Ortega por ejemplo brindo desde abajo el tercero a Curro Romero que con su Carmen estaba en un palco alto, "Maestro, podré contarle a mis hijos que le vi torear y tuve el privilegio de su amistad, va por usted".
El quinto, repetidor por un gran pitón derecho, no pudo ser descifrado por Urdiales, quien ya había saludado en el segundo tras una certera estocada. El sexto fue el peor, parado, cobarde y huido a la porfía. Murió de dos pinchazos y dio paso a la apoteosis.
Una multitud se echó a Morante, azul y azabache, a hombros, paseó el ruedo con él, le sacó por la puerta del Príncipe y en medio de un mar humano que aguardaba la salida enrumbaron por el Paseo Colón hacia el hotel. Como antes, en los gloriosos tiempos. Nada de furgoneta.
Creo que quien cambió la historia de la corrida fue Ortega que removió la soberbia del torero de la época. Recordó Delgado de la Cámara, que desde hace 52 años cuando ahí mismo Ruiz Miguel cortó el rabo a un miura, no se repetía tal hazaña. Bueno este no fue miura, pero que fue bravo fue bravo, y que se le toreó con majestuosidad en sus terrenos, también.
Domingo Hernández puede estar muy orgulloso de él, su cuarto, que desde hoy pasa a la historia del toreo. Chapó. Pero eso no salva de la quema los otros once pocacosa que echó entre ayer y hoy.