Nunca ha sido fácil convencer a un público que en ocasiones le ha exigido sin ver primeramente las condiciones de sus enemigos ni, mucho menos, comparar su tauromaquia con la de sus alternantes; esta había sido la historia reciente de Octavio García "El Payo" en sus presentaciones en la plaza de su tierra… esta tarde, en la tradicional Corrida de Navidad, el queretano vivió una tarde de altibajos (más altos que bajos, por supuesto) debido a las condiciones de los toros; aunque, debemos destacar, el saldo triunfal de la invernal jornada.
Para la encerrona, la empresa eligió un encierro de dos ganaderías: Río Tinto y don Fernando de la Mora; ejemplares que, a fuerza de decir verdad, dieron un juego desigual y en su mayoría se crecieron ante la muleta del diestro; el empeño y el tesón del matador le permitieron convencer al público que pobló en tres cuartas partes los tendidos de la plaza.
La corrida avanzó con solamente una oreja para El Payo; los aficionados no perdían la fe y lo mejor llegó con el cuarto de la tarde, un burel de Río Tinto cuya salida pudo generar cierta decepción: suelto y veloz. Octavio batalló para hacerse de él, fue picado por ambos varilargueros y entonces vino el arte. El Payo toreó por ambos lados, a pies juntos y con la figura erguida; inmediatamente cayeron las palmas y las ovaciones desde los tendidos; el queretano sabía que necesitaba levantar los ánimos y con gallardía lo consiguió; mató de estocada entera, ligeramente tendida, y el toro dobló… dos orejas.
Ya había sumado dos solitarios apéndices en el primero y el quinto, más el par del cuarto; con el que cerró plaza, un buen ejemplar de Río Tinto, todo parecía que terminaría la corrida sin mayores emociones, ¡pero no!; a pesar de que el burel mostró cierta debilidad, El Payo le cedió la cantidad de castigo al del castoreño y pidió a la autoridad que le permitiera pasarlo con solo dos pares de banderillas. El matador comprendió que su labor debía ser sutil y de reciedumbre; entendió perfectamente las condiciones de su enemigo, al grado de exigirle que embistiera en su propia querencia. El reducido público que había soportado la pertinaz llovizna le reconoció la convicción y el esfuerzo; y, tras estocada ligeramente desprendida, pidió al juez el par de trofeos.
El quinto, el del adagio, no le permitió lucir con el capote; un toro temperamental (de Fernando de la Mora) que exigió sitio a los banderilleros; se fue aplomando, Octavio decidió mantenerle el engaño en la cara para llevarlo toreado y agradar al respetable. Se entregó en la suerte suprema y unificó a los asistentes que pedían ambas orejas; como el juez se hubo negado, apareció el conocido grito popular contra la autoridad: ¡uno, dos, tres…!
Del segundo, solamente destacar la voluntad del espada para lograr pases aislados pero emotivos. Con el tercero, un ejemplar de embestidas descompuestas y que echaba las manitas por delante, se vio en la necesidad de abreviar; tardó en caer a la arena y se escuchó un aviso. La lluvia se mantuvo por casi media función, lo que no obstaculizó la complacencia del público y el triunfo de Octavio.