Hace algunos años, en Tlaxcala, la cena de la Asociación Nacional de Criadores de Toros de Lidia concluyó en una especie de asamblea de jóvenes ganaderos –mujeres y hombres–, herederos de hierros y divisas tanto ilustres como de nuevo cuño. Les unía una sincera preocupación por el porvenir de la fiesta en nuestro país. Y parecían llenos de ideas encaminadas a frenar esa tendencia, que no pasaba aún por el cedazo siniestro de la pandemia, con lo cual no ha hecho sino crecer y multiplicarse hasta llegar a la crítica situación actual, una atonía a punto de rebasar la línea hacia el estado comatoso. Acrecentada, creo, por lo cómodos y ajenos que nos sentimos al turnarles la responsabilidad del desastre a abolicionistas fanatizados y jueces ignorantes, perezosos e ineptos.
Lo que siguió, la noche de mi relato, fue un animado debate entre los propios jóvenes criadores y gente de alrededor. Comprobé que ideas no les faltaban y que había unanimidad entre ellas y ellos sobre la necesidad de caminar juntos y tomarse en serio sus planes de relanzar nuestra tauromaquia. No llegué a saber si llegaron a tomar medidas concretas ni si éstas arrojaron algún tipo de resultados, o si por el contrario, todo ese ardor juvenil quedó en un ejercicio de buena voluntad sin llegar a tocar tierra.
El toro, extraño tabú
Algo, sin embargo, llamó notablemente mi atención: la sola insinuación de trabajar por la vuelta del toro entero en su edad, integridad y casta les causó evidente incomodidad y, como puestos de acuerdo, pasaron de inmediato a otros asuntos –promover visitas de escolares a las ganaderías, donar utreros para novilladas de selección y otras iniciativas de ese tipo, sin duda loables–; esa actitud me recordó sin proponérmelo la de los dos o tres ganaderos amigos con los que había intentado tocar el tema en tiempos recientes: sus respuestas, semejantes entre sí, fueron claramente elusivas.
Y cuando me acerqué a otros que no conocía personalmente pero tenían cuentas abiertas en las redes sociales, la comunicación funcionó fluidamente hasta que se me ocurrió invocar el tópico: simplemente me borraron de su lista de interlocutores. Y el que se atrevió a enviarme un último mensaje expresó, con estas o parecidas palabras, que "esta es nuestra fiesta y al que no le guste que no asista a nuestras corridas". Este buen señor estaba ofreciendo la pista perfecta para entender por qué, efectivamente, ha ido desertando de su añejo fervor taurino la mayor parte de la gran afición mexicana que durante tantas generaciones entronizó a la tauromaquia como "la pasión nacional" por excelencia, justificando el lamento de Carlos Monsiváis, antitaurino contumaz donde los haya. Monsiváis, que normalmente encontraba un eco regocijado para sus posturas sociológicas y políticas, agudamente expresadas, jamás consiguió popularizar de igual forma su reconocida taurofobia y acabó dejando el tema por la paz.
¿Sería que le tocó, aunque fuese de últimas, el tiempo en que aún pisaban nuestros ruedos astados capaces de transmitir sensación de riesgo, diestros en condiciones de afrontarlo con decisión, saber y arte y, en consecuencia, multitudes pluralmente democráticas de aficionados y curiosos dispuestos a pagar el precio de un boleto de toros?
Por supuesto, el tema ofrece una amplia variedad de aristas. Llevamos décadas lamentando, por ejemplo, la escasa o nula atención de los medios masivos a la marcha de la fiesta brava en México. O el evidente patrocinio de instituciones internacionales al activismo abolicionista –¿le gusta a usted la CIA, la UNESCO o la Fundación Franz Weber para empezar?–, por no hablar de la enorme difusión de gruesos equívocos pseudoecológicos nunca debidamente desmontados por nosotros taurinos, y la multitud de malintencionados bulos en torno a la "tortura" de apacibles y sentientes bestias, o el "daño psicológico" y la "insensibilización de la compasión" en el taurófilo, razonamientos apoyados todos en premisas falsas y, por lo mismo, jamás comprobadas, aunque, eso sí, machaconamente repetidas por la taurofobia militante y asumidas por muchos como verdades absolutas sin más averiguaciones.
Pero existe una premisa mayor ineludible si de lo que se trata es de comprender y tratar de superar la crisis por la que atraviesa la tauromaquia, independientemente de características y condicionamientos nacionales y locales. Y esa es la necesidad de volver al toro entero, sin regateos ni sucedáneos estilo post toro de lidia mexicano, que mata la emoción y amenaza de muerte al toreo y cuanto lo rodea.
Lo que representa el toro
Quien esté familiarizado con el toro bravo no dejará de admirar la calma inmensa que reina en su hábitat, la parsimonia gentil con que ahí se desenvuelve, el sentimiento de majestuoso temor que impone, la individualidad de sus rasgos y su carácter. Tratado siempre a cuerpo de rey, tendrá la oportunidad de enfrentar los quince minutos que dan sentido a su existencia manifestándose tal cual es, sin subterfugios ni engaños, capacitado como está para torcer su destino sacrificial a través de la cornada o mediante la explosión de bravura que lleva al indulto. Mas aunque éste no suceda, habrá cerrado su ciclo vital con grandeza y en una atmósfera de respeto a su ser y su destino, incluso si un ejecutor inhábil prolongase de más el episodio de su muerte. Que no será nunca una muerte humillante y humillada, como la que aguarda cotidianamente a cualquier animal de engorda de ésos que usan para nutrirse las conciencias satisfechas.
Toro y toreo son cultura viva
Ante una amenaza tan real como la que toro y fiesta afrontan, de poco sirve señalar culpables externos y menos aún victimizarnos pasivamente si no somos capaces de señalar ese vicio de origen que está en la raíz de todos los males que asuelan a la tauromaquia. Decía uno de mis mayores que sin toro no hay fiesta, hay pachanga. Y de pachangas, superbowls, deportes para seguir con los cuates y las chelas desde el pub y apuestas en línea estamos bien surtidos.
¡Cómo hace falta, en cambio, el sabor de una tarde de toros de verdad, con los traslados, aromas e interminables discusiones que le son propios! Pero, sobre todo, con esa carga de electricidad emocional y solaz artístico y dramático que solamente puede proporcionar la misteriosa conjunción de un toro, un torero, un tercio de quites, una faena y una estocada auténticos, dentro del marco incomparable y mágico de lo que conocemos simplemente como plaza de toros los privilegiados de estos pocos países donde se crían y lidian toros bravos.
Si no reconocemos, buscamos y pugnamos por el retorno del toro auténtico, todo esto, la tauromaquia, la corrida, el toreo como significado y significante, será, efectivamente, una víctima más de la aplastante globalización anglosajona.
Olvídese usted del peso “reglamentario”; rechace, con tiento pero con firmeza el post toro de lidia, edulcorado producto de una selección al revés; impulse desde su trinchera de aficionado sensible y cabal el retorno de la casta, la integridad y la bravura como requisitos fundamentales, sine qua non del esplendor de la fiesta.
Y no descuide usted su formación de aficionado, porque tauromaquia es cultura y sin cultura taurina es imposible emprender una defensa efectiva de esta entrañable y singularísima tradición nuestra.