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Joselito Arroyo y su faena cumbre a "Valeroso"

Lunes, 28 Feb 2022    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | La Jornada de Oriente   
La tarde del 25 de 1996 el torero madrileño se consagró en La México
Estamos ante lo que probablemente sea la última gran faena del siglo XX en la Plaza México, la que cuajó José Miguel Arroyo "Joselito" con el toro "Valeroso" de De Santiago, el 25 de febrero de 1996. La misma que hizo a su autor acreedor al decimotercer rabo cobrado por un torero español en el coso de la colonia Nochebuena.

El trofeo fue paseado por el espada madrileño bajo un clamor unánime y la consiguiente lluvia de prendas, que habían empezado a inundar el ruedo a partir de la primera tanda en redondo dibujada por él en los medios con temple y cadencia descomunales; al coronar la faena de magno volapié, la plaza era un vibrante paisaje nevado por el agitar de nerviosos pañuelos de los testigos del memorable suceso.

No olvidemos que en las corridas en que participaba Eloy Cavazos, primer espada ese día, la marca cigarrera que lo tenía bajo contrato colocaba un pequeño lienzo blanco en cada asiento poco antes de que se abrieran al público las puertas de las plazas en las que el regiomontano estuviese anunciado. La imagen alpina no es, en este caso, mera hipérbole.

Trece rabos para nueve matadores

Desde luego, muchos han sido los diestros hispanos que pisaron la arena de la Monumental a partir de su estreno (05-02-46), pero de ellos solamente nueve consiguieron, entre el año de dicha efeméride y el 2000, incorporar sus nombres a los de quienes obtuvieran el máximo galardón en el coso de la capital mexicana. Pedro Gutiérrez Moya "Niño de la Capea" lo consiguió en tres ocasiones, dos tuvieron en sus manos Manuel Rodríguez "Manolete" y Emilio Ortuño "Jumillano", y uno por coleta José María Martorell, Julio Aparicio, Paco Camino, Manuel Benítez "El Cordobés" Palomo Linares.

Algunos de tales apéndices el cónclave capitalino los juzgó excesivos y externó su protesta, y otros respondieron más que a la calidad de la faena a momentos psicológicamente propicios, como le ocurriera a Manolete con "Boticario" de San Mateo (ileso después de impresionante cogida, 19-01-47), o a Camino con "Novato" de Mariano Ramírez (obsequiado al cabo de una corrida particularmente tediosa, 27-01-63), sin descontar caprichosas ocurrencias de quien presidía el festejo, como la de Juan Pellicer López (no confundir con su padre don Juan Pellicer Cámara, el mejor juez de plaza que ha tenido la México) en favor de Palomo Linares, buscando nivelar el rabo que contra su voluntad había tenido que otorgarle minutos antes a Manolo Martínez (23-01-72).

Como es natural, también hubo faenas extraordinarias premiadas solamente con orejas: la de Luis Miguel Dominguín con "Pajarito" de San Mateo (12-12-52) y la de Santiago Martín "El Viti" con "Aventurero" de Tequisquiapan (04-01-70) podrían servir de ejemplo.

Una obra de arte

Joselito saludó a "Valeroso" –quinto de la tarde, negro de pinta, armónico de hechuras y corto de pitones– con rítmicos  lances a pies juntos, ganándole terreno hacia fuera del tercio; lo mejor, la desdeñosa, dormida revolera del remate, al cabo de la cual ya se advirtió cómo el de De Santiago seguía el engaño arando la arena con el hocico. Y a la salida del caballo la sorpresa, un gran quite del espada en turno por crinolinas, el complicado lance, cambiando de mano el capote por la espalda con giro incluido, que patentó Eliseo "El Charro" Gómez, aquel torero tapatío de los años cincuenta.

Un ensueño de faena. Maravillosa desde el inicio mismo. Los pases en el estribo –seis o siete– tuvieron una rara unidad emocional y estética, cual si el torero se meciera rítmicamente sobre una  hamaca, cambiando la pierna de apoyo cada vez, antes de erguirse para dibujar un firmar sutil cambio de mano por detrás seguido de suavísimo desdén y un imperial pase de pecho zurdo. Y ya en los medios, sin mover un ápice más que para girar, luego de leve trincherilla sin la menor enmienda que le sirvió de pórtico, la primera tanda por abajo y sobre la derecha fue como ver un solo pase, repetido en cámara cada vez más lenta, suelto el cuerpo, hundido el mentón, exacto el muñequeo, mientras “Valeroso” discurría como imantado a la tela. El pase de pecho diestro desató una ovación acompañada de la primera de varias dianas y sombreros volanderos sobre la arena.

Al repetirse el prodigio, iniciado con la vitolina preparatoria de su característico pase de espaldas y un lentísimo redondo de 180 grados al que ligó otros igual de portentosos, pudimos advertir como el toro, al remate del sexto viaje circular, no pasaba completo y echaba la cabeza arriba. Tuvo que reponerse el torero, aunque sin perder la compostura, pues sobre la marcha cambió el engaño de mano por detrás para, en vez de rematar con el pectoral, salir garbosamente por delante.

Pero "Valeroso" le estaba avisando que no sería sencillo mantener ese nivel. Por lo que el circular completo que al parecer abría una nueva tanda sólo pudo agregarse dos más, un grácil molinete invertido y, como remate, tras alegrar al bicho cruzándose, estatuario y finísimo desdén.

El madrileño se tomó un respiro –que lo era sobre todo para el toro– antes de desafiarlo con la muleta en la zurda y el estoque apoyado en la cadera para ligar, con idéntico temple y delicadeza, la única serie al natural del faenón: fueron cinco o seis transparentes y dormidos pases llenos de arte y dados a lo clásico, bien abierto el compás; y como remate, un erguido molinete y otro desdén suavísimo, casi líquido, siempre con la muleta en la izquierda. Fue sin duda la serie más meritoria de la faena por cuanto tuvo que aportar el torero con aquel modo de estirar una embestida ya remisa, acentuados el temple y el mando y ligándolo todo sobre un mismo terreno sin sacrificar lo completo del pase ni la apostura de la figura. La obra estaba prácticamente concluida. Las ovaciones echaban humo y crecía el coro de ¡Torero! ¡Torero! que la México patentó un día para subrayar los sucesos –y personalidades– extraordinarios.

A estas alturas teníamos claro que a "Valeroso" ya le costaba tomar la muleta y completar los viajes, y por lo tanto no era el dechado de cualidades que luego cantaron algunos –el juez se equivocó también al ordenar la vuelta al ruedo–, sino un animal exento de malicia pero medido de fuerza y bravura. Si la faena mantuvo un tono alto fue por el afecto telúrico de aquella obra plena de cadencia y densidad torera.

Engolosinado y fiado en el delicioso pitón derecho del bicho, Joselito insistió por ese lado, muy cruzado esta vez: le costó arrancarle a "Valeroso" la primera embestida y más aún la segunda: entonces, sorpresivamente, arrojó lejos el estoque como indicando que continuaría exprimiéndole la embestida por el lado aprovechable para torearlo en redondo sin ayuda de la espada; fue un gesto conseguido sólo a medias, una serie de tres pases que concluyó con una colada y amago de achuchón por parte de un burel que ya topaba y se defendía: sin descomponerse, Joselito recompuso el cuadro mediante un abaniqueo final cuya gracia fue la quietud de plantas prestada a ese adorno a menudo viciado de apresurados zapatilleos. Finalmente, recuperó el estoque, buscó rápidamente al igualada y sepultó el acero entero en impresionante, bellísimo volapié, del que salió rodado el pastueño ejemplar.

Fue el desenlace de una obra excepcional, de las mayores jamás vistas en la México.  Las orejas y el rabo cayeron como fruto maduro. José Miguel Arroyo Delgado "Joselito"  –azul pavo y oro—había hecho historia.

Orejas fáciles a Eloy

Al regiomontano, tibiamente ovacionado en su primero, le sentó como un tiro la apoteosis del madrileño y decidió obsequiar un novillote de la misma procedencia; el de De Santiago fue dócil y pronto, y a su alegría sumó el torero la consabidamente suya. Al acertar con su infalible estoque, el público, lanzado ya, sacó los pañuelos y el juez Heriberto Lanfranchi otorgó dos orejas, ligeritas en sí pero útiles para que Eloy pudiera compartir con José la tumultuosa salida en hombros. Menos afortunado y menos puesto, Federico Pizarro batalló con un lote mansurrón, sin que le valiera el obsequio de un octavo que tampoco lo ayudaría mayormente.

Discreta presencia

No fue Joselito Arroyo un diestro muy requerido por la empresa que por esos años administraba la Plaza México, muy inclinada siempre hacia Enrique Ponce. Entre su confirmación de alternativa (10-11-91) y su comparecencia final (22-12-02) pueden contarse apenas once apariciones suyas en esa puerta de cuadrillas, repartidas en seis temporadas; y como fruto cuatro orejas y el rabo de "Valeroso".

Bien sabía el madrileño, como lo supieron el viejo Manuel Jiménez "Chicuelo" o Paco Camino, de corta participación ambos en plazas de la capital mexicana, que no es necesario prodigarse más allá de lo justo cuando se posee el secreto de la inmortalidad. Compartida, en la memoria y el léxico del toreo mexicano, con la de un toro con nombre propio y necesariamente complementario, como lo fue el noble "Valeroso" de De Santiago.


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