El tremendo alboroto que formó Antonio Ferrera el domingo pasado en la Plaza México, viene a ratificar a la fiesta de los toros como un espectáculo de masas. Y en medio de aquella conmoción colectiva, provocada por un hombre ante más de 30 mil personas, fue una muestra fehaciente de la fuerza expresiva del toreo.
Desde luego habrá quienes no comulguen con las formas del extremeño, su personalidad, su espontánea creatividad, o su manera de entender lo que siente cuando está delante del toro y su espíritu bulle a mil por hora.
Por ello, el arte del toreo es una expresión del espíritu, y su interpretación atiende a esa necesidad de sacar, desde lo más profundo, lo que se va sintiendo en esa maravillosa comunión que habita en ese triángulo conformado por la conducta del toro, la llama interior del torero y la emoción que ello genera en el público.
Como bien dicen que "en gustos se rompen géneros", lo de Antonio Ferrera podrá gustar o no a todos, pero resulta innegable su envidiable capacidad de dar espectáculo y llevar la emoción al éxtasis, tal y como dicta la elaboración de cualquier obra artística fundamentada en un planteamiento, un desarrollo, un clímax y un desenlace.
Cierto día el inolvidable Jesús Solórzano afirmó, con aquella chispa tan propia de su ocurrencia: "Mira, lo que hay entre Curro Romero y El Glison, no me interesa". No trataba Chucho de demeritar a ningún torero que estuviese en medio de ambos, sino de explicar que el ejercicio del toreo puede ser sublime o grotesco, pero tiene que poseer la cualidad de conmover al espectador, independientemente de su refinamiento como aficionado, o inclusive a costa suya, pero sin quedar indiferente.
Para poder apreciar el arte, la sensibilidad del que recibe el impacto de lo que mira, lo que escucha o lo que lee, tiene un mayor sentido cuando existe un antecedente, un contexto, un mayor conocimiento de lo que se busca recibir.
Y así como hay expresiones artísticas que no impactan a su receptor en absoluto, hay otras que, independientemente de su belleza o calidad, hacen que la sensibilidad de aquella persona que las observa sienta algo especial, inclusive ira, como la de esos aficionados puristas que se enfadaron con la exultante tauromaquia ferrerista.
¿Qué si la faena era de rabo o no? Esta pregunta se responde con otra: ¿Cuántas veces, en esta plaza, no se han concedido rabos sin que el impacto colectivo haya alcanzado una cuota de emoción como la de Ferrera?
Pero al margen de todas estas consideraciones, el quid de la cuestión es que se hable de toros; que se polemice; que se difiera; que cada uno quiera emitir su opinión, su juicio, su experiencia vivida en la plaza, y todo eso que encaja aquí cuando un torero consigue arrebatar de la manera en que el extremeño lo hizo en la Plaza México.