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Ecos de aquella Feria Guadalupana de 1956

Lunes, 06 Dic 2021    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | La Jornada de Oriente   
Litri, Antonio Ordóñez, Joselito Huerta, Fermín Rivera, El Callo...
La Ciudad de México nunca vio una serie de corridas en días consecutivos al estilo de las ferias españolas. La única tentativa en ese sentido se celebró en "El Toreo" cuando ya estaba ubicado fuera del Distrito Federal, en el municipio conurbado de Naucalpan de Juárez, aunque su público era básicamente capitalino.

Corría el año 1956 y tuvo por gestor principal a ese caso de incontinencia verbal que fue Antonio Algara, vendedor habilísimo, que convenció al dueño de la plaza Armando Bernal, al ganadero Luis Javier Barroso Chávez y hasta al arzobispo primado de México para que secundaran su idea de una feria guadalupana en los primeros días de diciembre, media docena de corridas que culminarían el día de la Virgen de Guadalupe.

Ya con el respaldo económico que necesitaba, se lanzó a España para tratar con José Flores "Camará" la comparecencia de sus dos poderdantes estrella, Antonio Ordóñez y Miguel Báez "Litri"; de paso, se aseguró la contratación de la recién doctorada sensación del mercado hispano, el onubense Antonio Borrero "Chamaco".

También allá ultimó los contratos de Joselito Huerta y José Ramón Tirado, que como Borrero acaba de doctorarse, y para reforzar el elenco mexicano recurrió al maestro Fermín Rivera, en campaña de despedida tras reponerse del infarto que casi lo fulmina  un año atrás en plena corrida, en Monterrey; anunció, adicionalmente, la alternativa de Fernando de los Reyes "El Callao", que había cautivado con su sentir torero al público de la Plaza México durante la reciente Temporada Chica.

En materia de toros presentaría ante la afición capitalina a la ganadería de su eventual socio, el señor Luis Barroso, anunciada como Mimiahuápam, y haría reaparecer la clásica divisa de San Mateo, largos años ausente. Contaba también los dos hierros de los hermanos Madrazo, La Punta y Matancillas, y con sendos encierros de Jesús Cabrera y Rancho Seco.

Buena taquilla, magros resultados

La gente respondió, incluso entre semana –experimento inédito éste–, pero el ganado no. Los corpulentos encierros jaliscienses de los Madrazo se pararon pronto, como si lo suyo fuera posar para las cámaras, las fijas y las de la televisión, presente durante toda la feria. San Mateo aportó dos ejemplares de gran calidad dentro de una disparidad irritante, Jesús Cabrera y Rancho Seco enviaron novilladas impresentables –tanto que la de don Jesús tuvo que parcharse con un par de reservas sanmateínas– y el debut de Mimiahuápam fue un chasco total. Para colmo, cuando el arzobispo primado quiso obtener la parte correspondiente a los beneficios que, según anuncio previo, se aplicarían a las "obras de la basílica de Guadalupe", se encontró con el inefable Tono Algara haciéndole las cuentas del gran capitán.

Al toro, que es una mona

En cuanto al elemento coletudo, los jóvenes acusaron verdor y quedaron a deber, salvo por unos derechazos maravillosos de El Callao a "Gordito" de Jesús Cabrera el sábado 8, reputados al cabo como el detalle más bello de la feria. Sin premio porque pinchó. Chamaco llenó el ruedo de extravagancias, Tirado, adocenado y tremendista, no estaba hecho para el paladar de los capitalinos, y sólo Joselito Huerta interesó porque ya apuntaba su legendaria e indeclinable casta torera. De suerte que el peso de la feria recayó en los veteranos que, como veremos, supieron responder en gran forma.

Fermín Rivera

A las puertas del retiro, su faena al cárdeno "Los 21", un capacho terciado de Jesús Cabrera, noble y repetidor, lo confirmó como la figura mexicana más consistente y completa de la primera mitad de los años 50. Su estado de salud ya no le permitía cubrir el segundo tercio, una de sus especialidades, pero la faena a ese cuarto toro del 8 de diciembre del 56 tuvo, además de reposo, temple y estructura, la manifiesta valentía de sus iniciales muletazos sentado en el estribo, las apretadas manoletinas finales y el magnífico volapié que puso en sus manos las dos orejas del boyante ejemplar cabrereño.

Cuando, concluida la feria, se discutió sobre el trofeo al triunfador, Antonio Ordóñez tuvo el rasgo de recomendar el otorgamiento de la Rosa Guadalupana a Fermín Rivera aduciendo la superioridad matemática del maestro potosino: había cortado dos apéndices en su única presentación contra tres orejas y un rabo para el rondeño a lo largo de sus tres actuaciones. En el fondo, Antonio sabía que la obra inmortal de la feria había sido la suya con "Cascabel" de San Mateo.

La corrida inolvidable

Fue una sola pero valió por todas. El domingo 9 de diciembre de 1956 partieron plaza las dos figuras hispanas, Litri y Ordóñez, y con ellos Joselito Huerta, para lidiar el encierro de San Mateo que había despertado gran expectación. Lleno a rebosar el coso de Cuatro Caminos en tarde típicamente invernal, radiante de sol y con su picante fresco crepuscular.

Miguel Báez puso todo de su parte para extraerse la profunda espina clavada un lustro atrás, cuando su presentación en la Plaza México, precedida por una publicidad desmesurada, se resolvió en rechazo masivo y lluvias de cojines. Le correspondió el toro de la feria, "Barba Roja", un colorado precioso de presencia y clase, y se prodigó con él en las dos facetas del arte, ese valor parado y seco que nunca lo abandonó, y un toreo de capa y muleta sorprendentemente armonioso y templado, prenda de madurez. Pinchó de más, pero el noble público mexicano, olvidando pasados agravios, lo obligó a dar la vuelta al ruedo. Más tarde, a la muerte del cuarto, exigiría la oreja del huidizo y finalmente rajado "Coplero", con el que estuvo entregadísimo en de Huelva, además de matarlo a ley.

Joselito Huerta, con un lote detestable, hizo honor al sobrenombre de León de Tetela que ya portaba. Exponiendo lo indecible, se empeñó en lograr faena con el peligroso cierraplaza "Llaverito", jugándose la cornada y consiguiendo poner al público de pie. No así al juez de plaza, que abandonó su sitio sin atender al reclamo popular de la oreja, que de todos modos alguien cortó y el joven poblano paseó entre las ovaciones de un público que se negaba a abandonar el círculo privilegiado, mágico, en que se había convirtió esa tarde la añeja estructura de El Toreo.

Antonio Ordóñez y "Cascabel" de San Mateo. Inspirado como nunca, el artista de Ronda había cuajado con el quinto de San Mateo uno de esos faenones que se quedan prendidos a la historia. Entre muchas, parecidamente laudatorias, recurrimos a dos crónicas que reflejan la profunda impresión que semejante obra de arte dejó entre público y relatores. Son sus autores Carlos León y el no menos incisivo José Jiménez Latapí "Don Dificultades".

Carlos León

"Hoy hemos tenido una tarde de cante grande, de cante jondo. Con rondeñas y malagueñas en la voz clásica de Antonio Ordóñez; con fandanguillos de Huelva en la garganta de Litri, y hasta con un final de canción ranchera, propio de esa pelea de gallos con Joselito Huerta, que hizo cuanto pudo para no dejarse desplumar.

Han pasado varias horas desde que terminó la corrida, y pasarán semanas, meses y años sin que del ruedo de Cuatro Caminos pueda borrarse la faena cumbre de Ordóñez con el toro "Cascabel", del mismo modo que ha transcurrido más de un cuarto de siglo sin que se olvide aquel otro faenón de Cayetano Ordóñez al toro "Juan Gallardo" de las dehesas de La Laguna…

Poco se había podido lucir Ordóñez con "Ratí", un manso que sacó genio, se puso a la defensiva y pudo más que él… Lo histórico vendría con el burel jugado en el lugar de honor, que sacó un estupendo estilo de embestir pero poquísima fuerza en las patas. Pero precisamente por esa debilidad del enemigo era más difícil torearlo. Hacía falta el artista de temple exquisito y ahí se reveló Antonio Ordóñez como un torero de excepción".

Desde las verónicas empezó lo asombroso. Lentas, desmayadas, dibujando el toreo con una plasticidad pocas veces contemplada. Luego ese quite gallardo que inició con una larga afarolada para echarse el capote a la espalda y hacer la gaonera, meciendo el capote con ambas manos a la vez y no dejando muerto uno de los brazos. Todavía le vimos unas chicuelinas de pausado ritmo, después de las cuales el sanmateíno se echó a dormir la siesta sobre la arena, incapaz de sostenerse sobre sus patas… Por eso precisamente fue grande la faena: Antonio no tenía enfrente el toro de bravura excepcional sino un inválido de buen estilo al que había que consentir y aguantar para que no volviera a doblar los remos. ¡Y se operó el milagro!

No es incurrir en hipérbole decir que jamás se ha toreado más despacio, ni con mayor finura y elegancia. Erguido, majestuoso, con absoluta verticalidad, el rondeño conservó siempre la distancia justa, pero no ajustada, entre él y el toro. ¡Y qué cátedra inconmensurable! Los naturales eternos, los derechazos inmensos, los remates precisos, el renacimiento de lo clásico… Buscando redondear lo que clásico había sido, el de Ronda la vieja citó a recibir. Se produjo un pinchazo. Pero vino después media estocada a volapié que fulminó a "Cascabel".

Y aquello fue la locura. Dos orejas y el rabo parecían poco premio para aquel alarde de majeza…. Las dos vueltas al ruedo las dio Antonio con lágrimas en los ojos, mientras la afición mexicana hacía cumplida justicia al autor del portento, marcando uno de los instantes inolvidables en el historial del espectáculo. El Niño de la Palma, que en su Ronda estará viviendo de recuerdos, también llorará cuando lo sepa".  (Novedades, diario. 10 de diciembre de 1956).

Don Dificultades

"Ni Gerardo Diego, ni Rafael Alberti, ni Don Modesto, ni Xavier Sorondo hubieran podido dar impresión exacta de lo que llevó a cabo Antonio Ordóñez en la tercera de la feria Guadalupana… Hacía mucho tiempo que la afición mexicana no se sentía aprisionada en el círculo de arte en que la aprisionó el torero de Ronda.

Cortó al nobilísimo y harto difícil de templar "Cascabel", de San Mateo, las orejas y el rabo. Nosotros creímos, y así lo gritaba mucha gente, que le habían dado todo el toro… No caben mayor armonía ni mejor ritmo que las logradas por Antonio Ordóñez. Arte puro y sobrio, toreo vertical y sereno, todo llevado a cabo en un palmo de terreno en un alarde de mando. Toreo puro: naturales, derechazos, de pecho, ayudados altos, tras haber cuajado una serie de verónicas que pusieron a la plaza al rojo blanco, y para rematar la estocada, recibiendo, refrendada con un volapié. 

El público de México, tan sensible al arte, se le entregó a Ordóñez, y era de escuchar a toda la plaza gritándole ¡Torero! Y era de verse cómo más de treinta mil pañuelos se agitaban en demanda de los trofeos. Este torero de Ronda supo usar la técnica como mero armazón y bordó en el infinito azul un toreo celestial, con un arte fuera de lo terreno…" (El Ruedo, semanario español, 20 de diciembre de 1956).

La autocrítica de Ordóñez

Pasaron los años, y una mañana del mes de agosto de 1965, en un hotel de San Sebastián, otro cronista mexicano, Ricardo Colín "Flamenquillo", que reporteaba para Novedades la temporada española de Joselito Huerta, tuvo una conversación con Antonio Ordóñez, de nuevo en la cresta de la ola, acerca de las que el artista de Ronda consideraba las mejores faenas de su vida:

"No existe la faena perfecta, pero la de "Cascabel" en El Toreo tiene un lugar muy especial para mí. Como la de Lima, en mi primera despedida, la de 1962, como la del toro de Atanasio Fernández en Madrid en el San Isidro del 60, como una de Granada, una en Málaga, otra de Jerez. No llegan a diez, pues no hay nadie más exigente con Antonio Ordóñez que yo mismo". (Novedades, 21 de agosto de 1965).


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