Aunque generalmente silenciosos, adustos, rumiantes, los toros se hacen oír. De pronto bufan, mugen, braman… ¿Por qué lo hacen? ¿Por instinto, por su vida, por su lugar sobre la tierra?
¿Qué dicen? ¿Acusan el viejo abuso del hombre? ¿Le retan? ¿Se resisten a ser tratados cómo pusilánimes? ¿Lo expresan individual o colectivamente? ¿Lo han acordado? ¿Cuándo, cómo? ¿Quién puede interpretar su lenguaje? ¿Quién lo habla?
¿Quizá sus cultores, los que han convivido con ellos, los han criado y hasta sacralizado? ¿Aquellos que los nombran, los adoran, les reconocen su sitio en la naturaleza y lo comparten? ¿Los que aún, como alegoría de un pasado decente, se baten con ellos, cara a cara, ritualmente?
¿Acaso, los que ni los conocen, pero suplantándolos buscan con falsa piedad el exterminio de su raza (genocidio animal)? ¿Esos que para lograrlo se hacen sus voceros inconsultos y administradores de sus atribuidos derechos? ¿Serán ellos?
Los toros suenan y oyen los infinitos sonidos de su mundo: el trueno, los trinos de los pájaros, el reclamo de la vaca, el rumor del río, del viento, del follaje, la voz del mayoral, el clarín, el clamor de la plaza, el desafío de quien holla su terreno.
"¡Jee toro!" grita el torero, y él parte a cumplir con su destino. La lucha vital, su razón de ser, su dignidad, la de toda la especie. Solo así, es él mismo. No nació para mascota, para ser manoseado, vejado, acorralado. Ni para dejarse asesinar por miríadas, indefenso en los mataderos. Nació para pelear por su existencia.
¡Libertad ¡Pampa y sol! Yo era el robusto
señor de la planicie, donde el aire
mi bramido llevó, cual son de cuerno
que soplara titán de anchos pulmones…
Eso imaginó entenderle Rubén Darío quien, pese a su grandilocuencia, jamás pretendió ser su representante político, o evadir sus personales conflictos de conciencia usándolo como comparsa de santurronas posturas. Ni aun siquiera porque cómo todo buen poeta era también mitómano.