En Las Ventas todo lo que pasa trasciende, hasta lo intrascendente. Lo es porque allí pasa, no por lo que pasa. Bueno, malo, bello, feo, sustancial, retórico... Es un lugar común. Esa plaza desnuda. Se sabe. De ella nadie sale impune, ni puede alegar después ignorancia como atenuante.
Ayer aún menos. Era la segunda corrida en casi dos años. La "de la cultura". Encierro cinqueño de formidable trapío. Mano a mano de toreros probados. Lleno en lo permitido, un incontable público televidente global y encima sol.
Quién podría imaginar que Antonio Ferrera no lo supiera cuando hizo lo que hizo. Despilfarrar el lujo de sus tres encastados y la señalada ocasión para dar muchas vueltas de tuerca más a la iconoclastia, forzando su coreografía goyesca, que tanto crédito le ha ganado, más allá de las leyes de la gravedad torera. Priorizando lo innecesario, negándose a la lógica, sacrificando la esencial en favor de lo llamativo. Sobreactuando.
Esos redundantes faroleos antes de los cites, esas distancias exageradas en la suerte suprema, ese voltear al revés la suerte de varas, no a contra querencia sino a favor, desvirtuando la prueba de bravura. Barroquismos que otras veces le han sido tan aplaudidos por estar incrustados en lo fundamental; parar, templar, mandar, cargar la suerte y ligar. Pero ahora no. Madrid no se lo perdonó.
Romper paradigmas es tarea de revolucionarios, pero no todas las revoluciones triunfan, la mayoría se disipan en retóricas y no logran validar sus nuevos dogmas. Que lo diga el coronel Aureliano Buendía quien inició treinta y todas las perdió.
Por el contrario. Era un duelo. Emilio de Justo. Clavado como estaca en su verdad. Se quedó quieto, aguantó, trajo y llevó, las embestidas (aquellas poderosas embestidas), a tiro de cacho (aquellos pavorosos cachos), con la muleta por el suelo, el valor por las nubes y esa sorda estética de lo irrefutable. La que nos hace decir cada vez que repasamos el teorema de Pitágoras ¡Qué bello!
Llevando el discurso al sumun, ante la brava nobleza de "Duende". Cómo llegaban hasta aquí, al otro lado del mar, esos rugientes, unísonos, hondos oles de Madrid. Que una vez más aclamaban sin pensarlo, a puro instinto, el axioma vertebral de que el toro es más importante que el toreo pues este, a él esta supeditado.